domingo, 13 de diciembre de 2015

EL BOSQUE SILENCIOSO

                                             ...uno de los heresiarcas de Uqbar
                                       había declarado que los espejos y la cópula
                                       son abominables porque multiplican 
                                       el número de los hombres... 

                                                                                        J.L. Borges


Al noroeste de la ciudad de Barg-Hor, sobre la ladera de la montaña estaba el bosque de H´y- Reyein silencioso y frío. Los árboles eran en verdad  arbustos grandes, rojizos, de tronco helado. Nunca se oía el canto de un pájaro. Pocos eran los que se atrevían a adentrarse en él: bandidos, criminales o fugitivos de otros reinos que cruzaban las montañas y lo atravesaban en busca de cierto alivio para lo que pesaba en sus vidas.
Cuando los vientos del norte soplaban implacables en las noches de invierno, solía relatarse junto al fuego del hogar una historia ocurrida bajo el reinado severo y despiadado de Pal-Hur-Até. Entonces parecía que afuera entre el viento y los árboles, sucediera una y otra vez.

Riz, guardia  de la ciudad, pasaba las noches recorriendo las calles, vigilando riñas y borracheras y que ningún peligro acechara casas y vecinos.  Era curioso como todo el que debe vigilar. En noches tranquilas solía acercarse a la ventana de los grandes sabios que estudiaban las estrellas con enormes espejos, leyendo en ellos el destino de los hombres. No se atrevía a mostrarse y preguntar, pero le atraían las imágenes que sugerían las luces que iban reflejándose en ellos. Habría querido saber si conquistaria el amor que ansiaba, pero intuía  la sombra de algo incomprensible que se alejaba de él día a día  tal como él mismo se alejaba de H´y- Reyein, cegado como vivía tanto por su irremediable mendacidad como por su cobardía.

En Barg-Hor cualquier información proveniente de Riz era puesta en duda, al tiempo que provocaba la desazón generalizada de no saber por dónde empezar a buscar la verdad. Siempre quedaban  piezas sueltas   como trozos de imágenes reflejadas en espejos rotos. 

Vivía solo. Como en demasiadas historias de amor así en el teatro como en la vida, Riz amaba a Coybí que amaba a Sherá  que correspondía con ardor y poesía al amor de Coybí.  De modo que tal como los sabios de los espejos, Coybí y Sherá eran espiados con ansiedad así como envidiados al extremo por Riz, aunque  por  motivos muy diferentes. Muchas veces, escudriñando por la ventana de Coybí había visto sus cuerpos entregados al amor.  Pero lo que Riz  más odiaba era la mirada que Coybí  dedicaba a Sherá cuando éste cantaba para ella las canciones que componía con la ayuda de un instrumento de dos cuerdas parecido a un laúd primitivo.

Pal-Hur-Até destinaba las cortas noches de verano para permitir fiestas populares que celebraran su casi interminable reinado.

Una de esas noches mientras Sherá cantaba en la plaza, Coybí -conocida también como "la niña de los pies ligeros"-, se vestía para ir a bailar con él, y Riz  la espiaba. De pronto sintió la punta de un cuchillo en la espalda , y oyó una voz casi animal que murmuraba algo parecido a «carne». 

En un segundo vió todas las posibles revanchas sobre la felicidad ajena. Sabía que él, Riz, jamás tendría un hijo con Coybí, pero Sherá tampoco. Dio vía libre al fugitivo. Éste se abalanzó sobre Coybí  apenas salió de la casa. Cada intento de defensa de la muchacha, cada grito pidiendo ayuda era  una cuchillada. Tras la brutal violación, corrió en la dirección indicada por Riz, dejando el cuchillo en la calle.

Riz no se movió. Vio a Sherá volver en busca de Coybí, correr hacia ella, abrazarla y besarla hasta empaparse con su sangre mientras gritaba desgarrado. Tomó el cuchillo tratando de perseguir al criminal  hacia ninguna parte.

Cuando la gente empezó a llegar, Riz salió. Dijo que había visto pelearse a los amantes, que Sherá había sacado el cuchillo y que el resultado estaba a la vista. 
Pero Coybí respiraba aún. Sin muchas esperanzas la llevaron a la tienda del hechicero.
Entre tanto, la mayoría de las personas descreían de la versión de Riz. 
Sherá lo miraba entre el horror y el asombro y no podía hablar.
La indignación popular creció a tal punto que Pal-Hur-Até  decidió presidir él mismo el juicio. Por primera vez Riz atestiguó con una única versión que no modificó nunca. Sherá había perdido el habla. Las pruebas eran su camisa ensangrentada y el cuchillo. Finalmente el tribunal exigió a Riz un juramento  que comprometiera el cielo.
── Que nunca más pueda reconocerme en el espejo de los astros si esto es mentira, ──dijo Riz.

Sherá fue ahorcado en la plaza principal.

Coybí un día preguntó por  él.  Otro, se levantó y fue a buscarlo.

Los restos de Sherá pendían aún de la horca. Antes de suicidarse, Coybí habló.
Entonces Pal-Hur –Até ordenó colgar trozos de espejo en los troncos de los árboles del bosque silencioso, y abandonar en él a  Riz.

Durante mucho tiempo al pasar por el linde del bosque se oían sus gritos:
── ¿Cuál soy? ¿Quién soy?

Un día, el silencio volvió al bosque. Sólo el silencio.  

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