sábado, 14 de marzo de 2015

FAUSTO

Grueso, enorme,   con una respiración fatigosa que oía como  a  un animal resoplando  a su lado; recostado en un sillón con una manta escocesa sobre las piernas, miraba un engañoso otoño en su jardín.  Aún sostenía  un grueso cigarro sin encender entre los labios. Le gustaba mascarlo, descargar su rabia destrozándolo entre los dientes.
Por un instante le pareció ver entre el follaje  amarillo-rojizo la silueta de quien se le acercó  una tarde a sus cuatro años, ofreciéndolo todo: el talento  y más, el genio,  la vitalidad y la  voluntad del toro;  por tanto  un éxito que le permitiría hacer lo que quisiera, pero sobre todo una voz portentosa y seductora que llevaría a sus oyentes el  sentimiento exacto que quisiera transmitir.  ¿Podía pedirse más?  No lo sabía. Tenía cuatro años entonces. Tampoco sabía que siempre hay que preguntar por el precio.  Parecía un regalo.
 Aceptó, por supuesto. Todo era un juego: deslumbrarse ante  su propia percepción del mundo; reírse del asombro del mundo por su precocidad. Imposible no sentirse superior. Pero ya  en su primera juventud despertó  la ilusión de hacer algo importante para la humanidad.  Cuanto más grande era su ilusión  mayor era su avidez por la vida, por bebérsela a grandes sorbos, tal  como según él, correspondía a un genio.
La radio lo acogió como al hijo dilecto, y él lució su voz leyendo para los oyentes las grandes obras de todos los tiempos.   Pero también se daba cuenta de que creían a pie juntillas tanto  las mentiras más simples de la publicidad,  como  las más engañosas de la política. Deseaba pertenecer a la raza de los grandes creadores de conciencia.   Quería hacer de lo totalmente increíble algo absolutamente creíble para poner en evidencia su tesis: no debes creer nada de lo que oyes en la radio.
Un día dio con esa historia, por entonces novedosa,  de alienígenas invadiendo la tierra. Disfrutó leyéndola y creyó que la comprensión de sus intenciones sería inmediata.
El resultado fue devastador. Ataques de pánico, histeria, suicidios, gente en las calles tratando de huir hacia quién sabe dónde. Nadie se lo reprochó siquiera. Por el contrario, fue su éxito personal, aunque no el de sus ilusiones.  Sin embargo, en su espina dorsal algo se densificó.
Pero le faltaba el amor.  Envalentonado, convencido de que en realidad nunca había precisado de la ayuda de ningún ser de éste u otros mundos, buscó a la más bella y sensual entre sus pares. Nuevamente triunfó. Ahora los éxitos eran sólo propios. La soberbia creció en la risa y  en la mirada.
No, no quiere recordar, ni tiene por qué. Enciende la radio para  distraerse,  quizá dormir.
 El locutor anuncia el programa de la tarde: Cuarenta años atrás, un programa hecho por jóvenes, con jóvenes y para jóvenes.
Hace rodar el cigarro en su boca, queriendo burlarse del  título presuntuoso.
Dejaremos a nuestros oyentes dos preguntas antes del espacio publicitario, pero también les daremos algunas pistas. Atención, hoy hablamos de una gran actriz de Hollywood que  se encuentra gravemente enferma.  Nació en 1918.
¿Cuál es el nombre artístico de Margarita Carmen Cansino?
¿Cuál es su frase más famosa?
A la vuelta, una canción de su película emblemática.
¡¿Para qué encendió la radio?! No quiere recordar, no es joven, no necesita ningún premio. Muerde el cigarro con tanta fuerza que lo  parte  en dos.  Furioso, escupe tabaco. Quiere apagarla, pero tiembla  y vuelve a ver la siniestra figura del pasado en el jardín.  Se aproxima sin  pisar el pasto como una nube oscura, un cuerpo de pasiones contrapuestas buscando su lugar.
En la radio, Margarita canta : --Put the blame on me, babe. Put the blame on me.
Cierra los ojos y un larguísimo guante de seda  vuela seductoramente hacia él.
Grita lleno de dolor y de rabia.  Por fin,  apaga la transmisión  de un manotazo.  Ha sido burlado.
No llega a sollozar, la garra de la estafa se instala en su pecho.
Ahora la figura del jardín parece haber atravesado la ventana. Le habla.
--Perderla  era el precio – dice.        
Desaparece, y con ella el mundo entero.