jueves, 12 de julio de 2018

HIJO DE LAS MAGDALENAS

¿Y ahora, quién me protegerá? Boy, nunca tuvo otro nombre, levanta sus ojos buscando los del hombre que lo encuentra solo en la calle.

La piel, los rulos, el castaño oscuro de sus ojos  señalan una herencia africana. Uno de sus brazos es visiblemente más corto que el otro. Viste pobremente y está muy desabrigado para la noche de Dublin.

El hombre, que pasea un perro, se saca el abrigo para protegerlo.

Vamos a la policía.

No, por favor señor, no. Si me lleva a la policía, me devuelven al convento de la lavandería de las Magdalenas, y las monjas me van a castigar.

El hombre se conmueve y resuelve llevarlo a tomar algo caliente.

Dan la vuelta al paredón de piedra del convento, y al pasar por el jardín de la parte posterior, ante una parte amplia de tierra apisonada y sin cultivar, Boy se echa a llorar.

Allí pusieron a mi mamá esta mañana, yo lo vi, señor.

El hombre cambia de dirección con el niño de la mano y silba a su perro,
―¡A casa Willy! y luego le habla a Boy,

En casa también hay un gato. Se llama León.  Ahí estaremos tranquilos para hablar.

El niño es menudo y muy delgado con una mirada muy atenta. No sabe cuántos años tiene. Habla con fluidez, pero el hombre no le da más de cinco años. «A lo sumo seis», piensa.

―¿Y a usted también tengo que ayudarlo con los pantalones como  a Monseñor?

El hombre se queda helado. Una piedra formada de compasión y horror se instala en su pecho.

No tienes que hacerme nada. Ni a mí, ni a nadie. Nunca más. Sí tienes que contarme todo lo que puedas,  para ver cómo podemos ayudarte.

Hay otras señoras con hijos, pero los otros son blanquitos y lo señores que vienen a buscar chicos se los llevan en seguida. A mí no me quieren porque las monjas dicen que soy negro como hijo del diablo.

Y el brazo, ¿cómo te lo lastimaste?

No sé, señor. Mi mamá le contó a Mary que cuando nací alguien tiró mal del brazo y nadie lo curó después. Ahora las monjas me hacen llevar baldes para limpiar escaleras con este brazo. Dicen que así se va a estirar, pero a mí me duele mucho.

¿Qué otras cosas haces?

―Limpiar baños y ayudar en la cocina. Y cuando viene Monseñor, me mandan a ayudarlo.

―¿Qué pasó con tu mamá?

Boy llora sin consuelo. León se acomoda en su pecho dándole calor. Entre hipos y sollozos cuenta:

―No podía salir de la cama. Decía «ay, ay, ay», «ay, ay, ay» y las monjas creían que no se levantaba para no trabajar. Le pegaron y la obligaron  pero se cayó al suelo y  quedó toda dura. La  llevaron a ese terreno que le mostré, ahí había otras señoras que no se pudieron levantar. Yo las vi.

―Me dio mucho miedo y fui a esconderme al cuarto de castigo que está arriba de todo.  El cuarto estaba vacío. Me quedé pegado a la puerta por si la superiora me buscaba y la abría. Así quedaba tapado. A la hora de rezar en la capilla, me escapé por donde sacan la basura y corrí por  la huerta hasta un hueco que hicieron los ratones en el cerco. Sabía que si rezaban como siempre me daban tiempo, pero la superiora es muy mala y si quería buscarme, iba a ir ella. No quiero volver. No quiero ir a casas de chicos sin mamás.

El hombre piensa un rato.

―Por unos días vas a ir a casa de mi madre en el campo. Te llevo con Willy y León para que tengas con quien jugar. Tengo que hacer una denuncia. Después veremos. No te preocupes, yo te protegeré.
                                                            *

(La ficticia historia de Boy  es un reflejo de lo que pasaba en las Lavanderías de las Magdalenas entre los siglos XVIII y XX, hasta una denuncia en  1956. En 1993 el estado irlandés encontró en un convento de Dublin una fosa común con 155 cadáveres de mujeres sin identificar. Recluidas por “impuras”,  por ser madres solteras, o por considerárselas dementes por su rebeldía. Trabajaban seis días a la semana, no podían hablar entre ellas en privado, sus hijos eran dados en adopción, sufrían maltratos y abusos. Lavaban la ropa de hoteles, hospitales y particulares de la ciudad. Las ganancias eran para el convento. El estado se hizo cargo. La Iglesia jamás se disculpó).

lunes, 2 de julio de 2018

UN HOMBRE AFORTUNADO


La oficina de redacción del periódico hierve. El gran maestro de casi todos los que trabajan allí, el admirado   periodista y escritor de policiales, por todos conocido como El Viejo, está muriendo.

Mientras esperan las noticias del mejor  amigo que lo acompaña y que tal vez rescate alguna palabra para el recuerdo si llega a haberla, los redactores se afanan en la búsqueda de datos biográficos para la necrológica. Hay tan poco…

Después de aquel incendio que destruyó todas las fichas del personal registradas a mano, la modernidad recompuso mediante la informática y las copias de seguridad no tan seguras, los datos actualizados de todos su redactores, pero El Viejo ya estaba jubilado, y si bien iba con frecuencia a la redacción que era su casa y su familia, nadie se preocupó por actualizar los suyos. Ahora quedan los recuerdos de unos, las anécdotas de otros, los cuentos tejidos con dos o tres frases repetidas a lo largo de los años y no mucho más.

Es, eso sí, el padre del Detective Mute, personaje principal de todas sus novelas policiales.

Mute jamás carga un arma, habla poco, es  medido y sereno, pero participa en historias de crímenes terribles cometidos por asesinos crueles y morbosos, y sufridos por víctimas no siempre buenas y bellas.

Así, quienes creen en la identificación directa de un autor con su obra, y quienes conocen la bonhomía y la integridad moral de El Viejo, se preguntan cómo alguien de tan buen talante, tan equilibrado y buena persona fue capaz de escribir cosas  que provocaban el terror, el insomnio y la necesidad rayana en el vicio de seguir leyendo cada una de sus novelas.

Firma sus libros como Frank Spadavecchia. Nadie tiene certezas sobre su origen. Europeo, sin dudas. Llegado hacia el fin de la Segunda Guerra, muy joven, ya sin una pierna pero aun así con un físico atlético. Alguien cree reconocerlo en una revista deportiva de los años treinta lanzando una jabalina.  Otro dice que en verdad se llamaba Iacopo, pero que se había cambiado el nombre para que no pudieran reconocerlo del otro lado del océano. La mayoría piensa que lo de la pierna es una herida de guerra. Sin embargo, hay quien asegura que ante esa insinuación un día se le oyó responder: «Más bien una herida de no guerra».

Su frase memorable, «si Hitler y Mussolini quieren la guerra, que hagan ellos la guerra; yo no hago la guerra», le valió amistades indestructibles tanto como enemigos acérrimos.

Y, «¿por qué no se casó nunca?» Es otra de las preguntas que de un escritorio a otro va buscando y encontrando las respuestas más extravagantes.

Los cafés se multiplican, los ceniceros amontonan colillas, el paso de las horas sin descanso se dibuja en ojeras, caras muy pálidas, algunas manos temblorosas y cierto malhumor a la hora de responder llamados  que repiten un «¿novedades?»

La madrugada es la hora del hambre. Se desata una ansiedad caníbal que busca reponer energías a toda costa. Hay que llamar a José “el gallego”, mozo del bar de la esquina, proveedor infaltable de sándwiches, pizzas, bebidas de distinto tipo.

José llega. Todos despiertan.

¡Al fin, Gaita!

Muero de hambre, José.

Che gallego, vos que siempre te quedabas charlando con El Viejo, ¿sabés algo de su vida en Europa?

Lo sé todo. Al cierre, cuando todos se iban, él se quedaba a escribir sus novelas. Yo le traía café y cognac y conversábamos largo rato. Fumaba puros. Según decía, el olor espantaba las moscas sin tener que matarlas.

Ja,ja, mientras mataba gente en el papel.

Che, dejen hablar al Gaita.

¿Es cierto que fue deportista?

Es que en la escuela se le reían por ser un alfeñique. ¿Cómo le dicen ahora? El bulin o algo así. El padre lo mandó a hacer deportes para que se defendiera, pero nunca contestó. Decía: «no valía la pena, gallego; me vengo ahora y mucho mejor», y se reía.
El caso es que las muchachas se lo disputaban y parece que fue novio de la más rica del pueblo, pero llegó la guerra…

Y como todos sabemos: «si Hitler y Mussolini…»

Así fue, muchachos. Desertó dos veces. La primera tuvo pena de cárcel y vuelta al frente, pero la segunda era huir de Europa o el fusilamiento. En un momento de debilidad buscó a su novia por ayuda, y ella que era fascista, lo delató. En la huida lo hirieron. Salvar la vida fue perder la pierna. Adiós al deporte, a la novia, a su pueblo y a su gente.
Aquí empezó como plomero, hasta que el director del periódico lo conoció y se lo trajo de “che pibe”.

---¡Pobre tipo, qué vida!

¿Qué hay del romance con la hija del “dire”?

Pues, no lo sé. Una vez, hablando de otras cosas dijo: «no hay que casarse con hija de rico ni con hija de patrón», pero eso fue todo.

O sea que no tenemos mucho más que el titular: A LOS 89 AÑOS DE EDAD MUERE FRANK SPADAVECCHIA, PADRE DEL DETECTIVE MUTE.

Un llamado a la redacción confirma la hora del deceso. El amigo de El Viejo hace un breve relato.

No creo que interese mucho, todo cuanto dijo fue: «Soy un hombre afortunado, me voy sin haber tenido que matar ni una mosca».