jueves, 13 de septiembre de 2018

LOS GIRASOLES

Hace miles y miles de años, cuando dioses y seres humanos conversaban entre sí tan directamente como tú y yo, vivían sobre ambas orillas del río Paraná  dos pueblos hermanos. Sus  caciques  Pirayú y Mandi’ó eran buenos amigos y  velaban por el bienestar y la armonía entre  los suyos.

Pirayú tenía dos hijas, Yvoy´ju y Carandaí.

Yvoy´ju amaba Kuhanky, el dios sol. Todas las mañanas al alba salía en su piragua   para recibirlo sobre el río. Le dedicaba sus plegarias y leía los mensajes de Kuhanky en los colores del cielo. Al atardecer, se inclinaba hacia el poniente para recibir el último rojo apasionado del sol hasta el día siguiente.

Carandaí observaba a su hermana con no pocos celos porque nunca era invitada a esos paseos de los extremos del día, y porque veía asimismo a Mandi’ó contemplando a Yvoy’ju desde la otra orilla.  Se preguntaba por  qué todos miraban a su hermana, y ninguno a ella.En verdad, “todos y ninguno” se referían exclusivamente a Mandi’ó de quien estaba enamorada. Un día,  oyó decir a Yvoy´ju: «Padre Sol, gran Kuhanky, sabes que te amo. Prometo esperarte hasta que vengas a nosotros por el arcoíris». Escandalizada, corrió a contarle a su padre lo que había oído. ¿Cómo Yvoy’ju osaba esperar que el gran Kuhanky descendiera a la tierra? ¿Qué sería de los hombres si el dios sol abandonaba su lugar en el cielo?

Pero Pirayú se enojó de tal manera  que le impuso un duro castigo. Hizo cavar un pozo no muy hondo y dijo a su pueblo: «Cada vez que alguien vea a Carandaí espiando a su hermana, la llevará al pozo y la dejará allí hasta que pida perdón». Muchos compadecían a Carandaí, pero ella no quería aprender. Debía estar atenta a Mandi’ó, y si éste llegaba a acercarse a su hermana,  lo mataría con sus propias manos.

Un día, Mandi’ó  fue a pedir la mano de Yvoy’ju a  su amigo Pirayú.

Jamás esperó esa respuesta. Pirayú serio, conmovido le dijo:

Mandi’ó, amigo, yo querría complacerte, pero no puedo. Hace ya mucho tiempo que Yvoy’ju es la prometida del gran Kuhanky. Nadie, salvo él, podrá acercarse a ella. Si quieres a una de mis hijas, Carandaí sería una buena esposa.

Mandi’ó no pudo responder. Una mezcla de sentimientos desde la pena y la desilusión al odio y la furia ciega  endureció  su pecho. Corrió hacia el río y un grito tremendo que silenció hasta las aguas, fue el primer sapukai del que tienen memoria los guaraníes.Tampoco él quiso aprender. O se casaba con Yvoy’ju, o el pueblo entero del cacique  Pirayú debía desaparecer.

Empezó la guerra.

Por las mañanas,  las piraguas  solían salir a pescar. Pero las lanzas no iban  hacia los peces, sino  en busca del pecho  rival que lo enfrentaba  desde otra barca.Apenas era  una caída al agua. El Paraná se manchaba con  sangre, mientras con una velocidad que aturdía, los yacarés  se lanzaban al río a devorar  sus presas. En la selva, al atardecer los animales se silenciaban de terror. Los hombres imitaban sus sonidos para alertar al compañero, pero ningún animal respondía. Estaban los silbidos de las flechas y de vez en cuando el golpe suave de un cuerpo contra la hojarasca.

Mandi´ó alimentaba su pena con furia; y la furia con los cuerpos de sus muertos, pero no estaba dispuesto a ceder. Carandaí en cambio, ahora vigilaba a Yvoy’ju para  protegerla. El miedo y el dolor  le  habían enseñado.

Después de mucho tiempo de lucha, Mandi’ó decidió atacar a Pirayú en el caserío. Sus mejores hombres con flechas incendiarias quemarían las chozas de Pirayú.

Yvoy’ju, al saludar a Kuhanky alcanzó a ver los primeros fuegos, y corrió gritando a su amado: «¡Padre Sol, gran Kuhanky, no permitas que mi pueblo y yo desaparezcamos de esta tierra!»

Carandaí la vió  correr desesperada, se tiró al pozo de sus castigos y trató de sujetarla por los tobillos. Pero Mandi’ó ordenó que lanzaran estacas alrededor de Yvoy’ju formando una jaula.

Kuhanky, ante los gritos de Yvoy’ju, envió un remolino de rayos que en pocos segundos  quemó viejas formas y encendió nuevas. Pasó, y en la jaula de Yvoy’ju brotó una flor de centro oscuro, cuyos pétalos amarillos giraban al paso del sol, y en el tallo, casi tocando la tierra había dos hojas largas y finas  como las manos de Carandaí.

Así nacieron los girasoles a orillas del Paraná.