lunes, 11 de noviembre de 2019

EL SICARIO


Revisa una vez más su pasaje de turista a Tailandia, las fechas, los horarios, y elige uno de sus pasaportes falsos. Cree recordar que es de uno de sus muertos, de alguno de los que dejó dormido en algún café de aeropuerto porque el otro creyó reconocerlo o haber visto su foto en alguna parte. Unas gotitas en la bebida elegida lo adormecían; él  le sacaba el pasaporte y huía. Cuando, después de llamarlo innumerables veces el personal del aeropuerto  identificaba a su víctima, ésta ya estaba muerta y él volaba hacia algún  lugar remoto.


Alguna vez tuvo que improvisar en pleno vuelo. Hay gente tan insistente… Siempre alguien necesita entrar en conversación. En ese sentido se siente superior. Desde el primer encargo que lo llenó de dinero pero lo obligó a vivir más en el aire que en la tierra, supo lo que era la soledad hasta de sí mismo. Aprendió a no nombrarse ni con el pensamiento.


Ahora, retirado del oficio, vive en un espléndido rancho al borde de la selva, siempre bajo otro nombre. Sabe que Interpol lo busca, y esta mañana al leer el diario con la minuciosidad acostumbrada, encontró un recordatorio aparentemente ingenuo de familiares de uno de sus últimos muertos como suele llamarlos, que le indica que nunca creyeron en el ataque cardíaco que lo mató en vuelo y que siguen buscando testigos. Es mejor ausentarse un tiempo.


Habla con la mujer que lo acompaña desde que compró el rancho. Es una indígena sumisa y crédula. Sabe que  su hombre se dedica a los negocios importantes de los blancos, que a ella no le falta nada, y que solo debe atender su casa como la atendió siempre, cocinarle lo que le gusta y estar disponible para el sexo. Él no le pega, no le levanta la voz, no la maltrata. Muchas veces ni siquiera la mira, pero ella vive tranquila. Asiente, aunque él ya le da la espalda.


Ningún auto, ninguna motocicleta, ninguna bicicleta lo sigue. Todavía está a salvo.



                                                 ***

—¿No despacha equipaje, señor?


—No, voy por pocos días.


—Entiendo. Embarca por puerta  veintidós. Buen viaje.


La empleada casi no lo mira, pero su “entiendo” queda resonando.

 Compra una novela policial en el puesto de diarios y revistas, y va directamente al prembarque. Simula leer. Nadie le presta atención.


Ya en el avión, cede su asiento a una señora que protesta porque no le gustan las filas de cuatro pasajeros y quiere una ventanilla. Él por el contrario prefiere estar sobre el pasillo, y si el avión no va muy lleno, a su lado quedará algún espacio vacío.

Suspira. Por fin empieza a relajarse. Todo está en orden.


En el otro extremo de su fila se sienta un hombre de unos cuarenta años que parece no verlo. Ni bien las indicaciones de los cinturones de seguridad se apagan, el hombre reclina el asiento y se dispone a dormir. Él aparenta hacer lo propio, pero sabe que no puede descuidarse. Registra las caras de las azafatas y del comisario de abordo.

Se levanta al baño. ¿Habrá algún sospechoso? Se ríe de sí mismo, actúa como los que lo persiguen.


Un matrimonio de turistas jubilados, un ejecutivo metido en su ordenador, dos amigos o socios que beben sin parar. Todo tranquilo. Hizo bien en reservar el primer vuelo a un lugar tan lejano. Al parecer esta vez no tendrá que matar a nadie. Quizás hasta pueda tomarse vacaciones.


Cierra los ojos. Durante el viaje puede descansar. El alerta debe ponerlo sobre el aterrizaje.


Sin embargo, todo vuelve en el sueño. Dos crímenes por encargo y siete por temor a ser reconocido, infinitas millas de vuelo, viviendo en el aire hasta poder recalar en un rancho de lujo y soledad; y siempre las caras de los nueve asesinados atados como globos a la cola del avión que lo transporta. Siempre con él. Sólo en el rancho no los ve. ¿Habrá hecho bien en irse?


Las luces se encienden. Los cuerpos empiezan a moverse. Es hora. Bajar entre muchos, ni de los primeros ni de los últimos. Pasar desapercibido. Pero esta vez, los muertos no se van en cuanto abre los ojos. 


Se los refriega. Se despereza. Vuelve a mirar. A su alrededor, la señora que pidió la ventanilla, el ejecutivo del ordenador, los jubilados, los bebedores y las azafatas lo miran fijo mientras su vecino de fila dice:


Buenos días, Félix cerrando un par de heladas esposas en sus muñecas.

3 comentarios:

  1. Me gustó el planteamiento de tu relato. Nos sitúas desde el punto de vista de un asesino a sueldo, y lo haces mostrando cierta normalidad, ciertas emociones que nos lo muestran como un ser humano más. Al final, parece que se le acabó el trabajo.
    Buen relato, Juana. ¡Saludos!

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  2. Gracias, David. Sí, con la limitación de 750 palabras para otro taller, era lo que dices en parte. También cierta relación de espejo entre "profesiones" opuestas.
    Un abrazo

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