viernes, 9 de abril de 2021

EL CASTILLO

 Podéis usar esta imagen para acompañar al relato, si queréis



En medio de la pampa cercana al mar, está la estancia de la que desde hoy es señora, llamada  pomposamente “El Castillo”. La casa principal de estilo inglés, imponente con dos torres a los lados quiere imitar  alguna vieja reliquia de la época feudal. Una veleta con un gallo en la punta luce sobre la cúpula central.

La adivina había recitado: «Tu suerte está en un castillo. Las cartas dicen felicidad, liberación y muerte, en ese orden; pero hay algo oscuro en esa tierra.  Cuidate de El Loco.» Ella rio entre incrédula y feliz.

Hay una pausa en el aire.

Algunos novísimos automóviles negros, brillantes,  temblorosos al andar  se detienen cerca  de los coches de caballo. En el gran parque los invitados pasean  bajo un cielo pesado y húmedo de fines de verano que presagia tormenta. El vaporoso velo de la novia se mueve como una nube amigable, en tanto el novio con su habitual empaque de señor y patrón conversa con figuras reconocidas de la sociedad.

En el salón principal, la mesa del banquete de bodas espera reluciente de cristales y porcelanas de Limoges.

Llega un jinete solitario, el chambergo haciéndole sombra  a los ojos. Entrega las riendas y un mensaje a un chiquilín hijo de un peón, y desaparece en la torre-este sin sumarse a la reunión.

Un rayo cae en seco sobre el horizonte. Todavía no hay muchas nubes, pero el calor de los asadores atrae las moscas. Mientras las manos saludan al aire, los pies comienzan a zapatear y a restregarse uno con otro: las hormigas invaden todo.  Poco a poco aparecen cascarudos, caracoles. Luego vendrán las arañas pequeñas que caen en sombreros y rostros, orugas. Todos tratan de  protegerse. Los invitados se amontonan bajo el primer techo huyendo de abejas y avispas. Es inútil, los insectos los persiguen con saña. Gritos  de las damas, gestos bruscos de los caballeros buscando alguien a quien reclamar.

En tanto los novios, recibido el mensaje,  alarmados, sorprendidos, mantienen un diálogo mudo. Hay fastidio y reproche en los ojos de él; temor y pedido de ayuda en los de ella que acentúa su súplica apoyando la mano en el brazo de su esposo. Él se desprende como tratando de espantar una mosca más, vuelve la cabeza buscando un amigo para retomar una conversación frívola. Ella lo mira dolorida, desencantada, y se aleja  hacia el inesperado visitante. El velo se mancha de insectos que no pueden desprenderse.  El chico la sigue asustado. 

El inframundo avanza.

Un trueno. No, es un tiro. Otro. La caída de un objeto pesado.

Apenas el tiempo que demora en alejarse el estupor,  la novia recupera su nombre, Delfina.

Ahora, perseguidos por las avispas todos corren hacia la torre.

Hernán (hasta hace un momento el novio) camina con más odio que urgencia. Entre varios han levantado el cuerpo de Delfina envuelto en el velo  ensangrentado. Un médico  le toma el pulso mientras acompaña el paso de los que la cargan a un coche de caballo que lo llevará con la novia moribunda y sus padres al pueblo más cercano.

Hernán casi no la mira, se abalanza sobre Rufo (el jinete misterioso) herido en el hombro izquierdo con su propia arma. Quiso suicidarse, pero Cipriano, el niño, lo desestabilizo pegándole en las piernas con el primer objeto que tanteó en la oscuridad. Rufo suelta el arma, se endereza apenas; varios hombres lo sujetan. Otros apartan a un Hernán enfurecido.

Aterrados por  zumbidos y  picaduras, inservibles en la tragedia, los invitados huyen en sus automóviles o en los coches de caballo hacia  el camino que lleva a un mundo de seguridades ficticias y distintos demonios.

La policía  no  llegará hasta el día siguiente. Los peones llevan a Rufo a una habitación de la torre-este. Limpian la herida y vendan el brazo. Lo  sujetan a la cama y cierran las puertas con llave. Acompañan a Hernán a las que serían las habitaciones nupciales en la torre-oeste.  Alguien esconde el arma de esos ojos de odio.

Avanza la tormenta, desaparecen las abejas y las avispas, pero un ejército de murciélagos salidos de árboles huecos  sobrevuelan El Castillo  amenazantes. Desde los cuatro puntos cardinales soplan todos los vientos. Se entrecruzan,  cada vez con más violencia.  En su dormitorio,  Hernán bebe mirando sin ver las llamas de un fuego que se enciende solo  en la chimenea.

Las ventanas se abren, los cristales estallan,  las cortinas levantan vuelo allí donde Hernán cree ver a Delfina con su velo ensangrentado por el reflejo de las llamas.

—¡Volviste! Ya ves, no logró herirte tanto.

Las cerraduras no resisten. Los goznes de las puertas repiten un grito sordo de queja, y lo invitan a seguirla.

Siempre por alcanzarla, él se aventura en la oscuridad del eterno pasillo que comunica las dos torres.

—¡Esperame! Quiero amarte, besarte…

En la torre-este, Rufo despierta sobresaltado. También él cree verla.

¿Me llevarás contigo? Donde estés quiero estar.

Pero le parece que Delfina se aleja.

—¡No, no con él, nunca con él! suplica con voz desgarrada, mientras se suelta de las ataduras y  avanza a la negrura tras una pálida llama que escapa.

Las puertas y ventanas se baten en un  interminable aplauso ante la risa siniestra del chirriar de la veleta.

La policía encuentra a los dos hombres muertos a medio camino del largo pasillo; semidesnudos, los ojos  abiertos al horror,  los cuerpos casi entrelazados.

Alguien dice:

Parecen abrazarse.