domingo, 13 de junio de 2021

TEMBLORES

 

Cuentan que hace muchísimos años, no muy lejos de aquí, había una ciudad tan gris y triste que ni el sol lograba darle verdadero calor. Se la conocía como "la ciudad sombría".

Un monumento de acero en el centro de la plaza representaba un hombre gigantesco sentado sosteniendo un rifle, la primera liebre muerta por ese rifle, y sobre el lado izquierdo, un perro echado. Ambos animales yacían embalsamados en el Museo del Fundador, como modelos de lo que había hecho toda su vida: endurecer todo temblor, anular cualquier aliento; atar las ramas de los árboles para que el viento no fuera capaz de variar sus formas.

Los diseños de las calles y las casas  también colgaban de las paredes del museo, y si uno miraba bien, todo era tal cual lo había planificado: las verjas blancas todas iguales, las puertas y ventanas en el mismo lugar con cortinas inmóviles,  jardines de pasto que se mantenía siempre a la misma altura, pero ni una planta cuyas ramas pudieran moverse con el viento o cuyas flores crecieran dispares cada año. Cables y postes rígidos y el arroyo entubado. Se suprimía todo aquello que mostraba el hálito de la vida.

Antes de morir, el hombre de acero logró  implantar algunos criterios en la comunidad que se transmitieron de generación en generación:

Todo lo que se mantiene inmóvil es bueno.

Todo lo que tiembla es  malo.

Todo lo que crece, cambia y muere es peligroso.

Todo lo rígido es bello.

Así ocurrió que lo necesario para la vida diaria se traía envasado de otros lugares, y nadie vio nunca un pollo o un cerdo vivos. La gente se saludaba desde lejos. Los pocos niños que allí nacieron fueron enviados a estudiar lejos. Todo era gris, duro, frío.

Pasados los años, la ciudad moría idéntica a sí misma.

Rápidamente se buscaron culpables.

Muy lejos del centro, sobre los límites de la ciudad, vivía una mujer medianamente joven con cuatro niños pequeños de muy distintos tonos de piel.  Nadie sabía si eran sus hijos ni de dónde habían venido. Así, algunos los consideraban “hijos de la prostituta”; otros “los abandonados de Dios”; había quien los llamaba “los hijos del infierno”, aunque algún inocente creía que habían llegado gateando, perdidos, y que la mujer los había acogido. Las familias de bien jamás permitieron  que los suyos  se  acercaran a “los abandonados de Dios”, ya que no respondían a ninguna de las reglas consideradas decentes. Pues contra todo lo establecido, en esa casa todo temblaba, todo era movimiento, risas y aires nuevos. Se decía que esos niños eran capaces de hablar con los animales y hasta volar lejos con algunos pájaros. Sí, debían ser ellos los enemigos del pueblo.

Pero, ¿quién se atrevería a enfrentar el temblor? ¿Con qué armas? Una cosa es matar liebres, y otra matar niños. Ninguna ley lo permitía, y en el fondo nadie quería semejante cosa.

Algunos valientes pintaron pancartas reclamando que la mujer se fuera con sus criaturas. Mientras les alcanzó el coraje, las sostuvieron inmóviles frente a la casa sin acercarse demasiado. En otro esfuerzo, las dejaron clavadas en tierra, y se marcharon corriendo.

Los niños estaban estupefactos. Por un buen rato quedaron atrapados en el silencio y la inmovilidad de  sus contrincantes. ¿Serían ellos las nuevas estatuas? Alguno lloró. Ninguno durmió.

Al amanecer, cientos de gorriones bulliciosos llegaron en una infinita conversación. Entonces escucharon, volvieron a reír  y aceptaron.

Con ayuda de los pájaros desataron las ramas apretadas de los árboles, y las dejaron al temblor del viento. Cayeron las viejas hojas en desorden, se desprendieron las  semillas a su alrededor. Perros y gatos cavaron la tierra donde los niños plantaron flores  de su jardín. ¿De dónde sacaron fuerzas estas criaturas? Lo cierto es que lograron romper parte del entubado del arroyo para que se lo oyera correr por su viejo cauce.  Cuando la ciudad despertó, sus habitantes ensordecieron ante toda la vida que surgía.

Primero fue el terror. Llegaban la destrucción y la muerte.

Sin embargo, alguien se animó a abrir la ventana. Tanto aire moviéndose entre los árboles le gustó. Otro descubrió que los colores de las flores recién plantadas lucían muy bien en su jardín, y los que vivían cerca del arroyo sacaron sus hamacas para moverse al ritmo del agua.

 La  estatua del fundador quedó bañada en excrementos de  pájaros. No hubo quien la limpiara. La primavera trajo también la risa, la charla, el agradecimiento. Pero los niños misteriosos y la mujer que los cuidaba no habían vuelto a dejarse ver.

Un buen día cinco colibríes de muy diversos colores  libaron en las flores de la plaza y hasta se bañaron en la fuente en una danza maravillosa.

Desde entonces, en el tiempo del rebrote la ciudad festeja el día del ”Canto de la fuente” cuando todo el pueblo se acerca a esperar a cinco colibríes  que llegan puntualmente a regalar la danza del temblor.