No fue maldición la que sufrieron Adán y Eva, más bien fue
penalidad. Si bien miramos, el que educaba a los rebeldes aún sin causa pero ya
en busca de lo que creían liberación,
era ni más ni menos el Creador del
universo, y el paso previo a la maldición – la ocasión llegará con la
maduración de las peras- debía ser probar educarlos. Ya es algo sudar por la
labor del día y regresar a casa cansado y feliz por lo logrado, o bien sufrir los
dolores de parición y hallarse con un crío amado. Pero peor es verse obligada a la dominación del machismo.
Más pesado fue lo de Caín. Un primer crimen que, como bien
sabía, sabe y sabrá el omniconocedor de
las almas, será la piedra basal de millones y millones que forman la escalera empedrada que sólo
desciende. Pero si bien le impuso la
pena de errar solo, asimismo le grabó
una señal que lo defendería de los que quisieran vengarse copiando su acción
sobre él. Y Caín fue fundador de ciudades,
lugares para seres solos y errabundos que no saben cuidar de sus hermanos.
Seguimos empeorando con Sodoma y Gomorra para las que no
hubo maldición, sino lisa y llana aniquilación. Aunque su descendencia sigue
pagando, ahora sí, una maldición.
A Judas, a cargo de hacer cumplir lo preanunciado, el Salvador lo llama “hijo de perdición”. Mucho
pensar merece ese nombre.
En una época de dioses
diversos, hubo bendiciones que a la larga llegaron a ser maldiciones por
olvidos o descuidos. La pobre Sibila de
Cumas, después de haber logrado su deseo
de vivir por siempre, deslumbrada por la
luz de Apolo olvidó pedir ser siempre joven.
Hay que alabar su dignidad, pues pudo haber mejorado su sino. Apolo
ofreció corrección, pero puso precio: la virginidad de la sibila. Ella no quiso
sacrificar su don de profecía, su esencia misma. Llegó a reducirse como una
chicharra que los pobladores colocaron en una jaula para que nadie la pisara. Los
niños, burlándose, le decían cada día:
--Sibila de Cumas
¿qué quieres?—para oírla responder con pena:
--¡Quiero morir!
Mas la lejanía de las épocas y el hecho de que hablemos de
dioses versus hombres, hace de penalidades y maldiciones una relación de imaginaciones
y leyendas de invierno que conviene oír con el corazón.
En cambio aún leemos con horror la maldición de Jacques de Molay, Superior de
la Orden de los Caballeros de la Cruz y la Espada, después de pasar por pavorosos dolores
infligidos por el rey de Francia y el Papa. Sin embargo, al cabo de crímenes,
enfermedades, diversas malas hierbas en las sopas y en los pañuelos de las generaciones reales, se pondrá fin a la
familia de una época oscura de Francia.
Hoy ansiamos no creer
en maldiciones, a pesar de lo cual día a día enviamos a alguien a la madre que
lo dio a luz, o bien lo expedimos a la vela cuadrada que los pescadores de
Veracruz colocan en el palo del barco
que puede sacarse hacia afuera cuando es necesario.
Para maldecir o bendecir hay que creer que la palabra crea. Yo, no sólo creo en la
palabra, creo en cada uno de los signos de mi lengua. Desafiada a suprimir uno de los más comunes,
poderosos y preferidos, formado por el
choque de la lengua con los blancos huesos de la boca, por breves segundos abrigo el deseo de maldecir.Y así concluye mi
relación sobre la maldición.