Camina y
llora. Y sin saber por qué, sigue caminando. El jefe fue muy claro: «esto te
pasa por meterte con traidoras». Después le dio un sobre de merca y agregó: «es
todo lo que merecés. Agradecé que te dejo vivo».
¿Norma
traidora? El Rulo sabe que no. No para
él. Arrastra los pies, los mocos resbalan de su nariz, pero él no se da cuenta.
Norma lo quería lejos de la droga, del jefe y de los otros pibes como él.
Decía que estaba mal lo que hacían, que él, El Rulo, valía más que eso, y que
había otra manera de vivir. Le creyó,
pero no pudo dejar de pincharse, aspirar
y tomar lo que fuera. Y ella, en un intento desesperado quiso llevarlo a un centro
de recuperación, pero El Rulo tratando de escapar, mató o hirió (no está
seguro) alguno; los perros mataron a Norma para que no
hablara. Le parece que tiene moscas delante de los ojos y trata de espantarlas
mientras camina y murmura cosas sin sentido.
Empieza la
desazón y quisiera abrir el sobre que lleva en el bolsillo pero hay muchas
luces lastimándole los ojos, debe estar demasiado a la vista. Prende un
cigarrillo. Tiene sed. ¡Qué no daría por una birra!
No puede
volver al barrio, a las cuadras que vigilaba. La cana lo encontraría inmediatamente.
Ya no llora,
tiembla. Busca soledad porque todo lo hiere a pesar de la coraza dura y fría en
la que el miedo lo envuelve. No elige un camino, vaga dando vueltas pero de
pronto está cerca de la canchita que todos esquivan en cuanto anochece.
Alambres, vidrios rotos, zanjas llenas
de ratas, basura, perros sueltos y sobre todo una oscuridad ominosa. Se sienta entre yuyos pero no hay dónde
apoyar la espalda; ni atrás ni adelante, nada que tocar con el brazo extendido. Le quedan el odio y ese poquito de merca. Ya verán todos, en cuanto le haga efecto se vengará. No quedará en pie nadie que se le cruce.
Saca el ansiado sobre del bolsillo y lo abre de un tirón. Busca y rebusca con los dedos y hasta con la nariz dentro del sobre. Inútil, el sobre estaba vacío. Una última ilusión lo lleva a tantear a su alrededor como un ciego que espera reconocer una diferencia de asperezas entre los yuyos. «Hijo de puta, vos sos el traidor», grita con la rabia que nutre el crimen.
En un cielo tan negro como la tierra cree ver a Norma que cae una y otra vez, siempre con la misma sangre empapando la remera, y una sombra delgadísima que le da la espalda cuando quiere decir “mamá”, pero nada se articula en el grito. ¿Qué hay en el aire? ¿Nubes, monstruos? ¿Quién lo persigue?
Saca el ansiado sobre del bolsillo y lo abre de un tirón. Busca y rebusca con los dedos y hasta con la nariz dentro del sobre. Inútil, el sobre estaba vacío. Una última ilusión lo lleva a tantear a su alrededor como un ciego que espera reconocer una diferencia de asperezas entre los yuyos. «Hijo de puta, vos sos el traidor», grita con la rabia que nutre el crimen.
En un cielo tan negro como la tierra cree ver a Norma que cae una y otra vez, siempre con la misma sangre empapando la remera, y una sombra delgadísima que le da la espalda cuando quiere decir “mamá”, pero nada se articula en el grito. ¿Qué hay en el aire? ¿Nubes, monstruos? ¿Quién lo persigue?
Se levanta y
quiere correr hacia ninguna parte. Algo helado pero vivo se desliza entre sus piernas
y parece caer al agua. ¿Dónde está la zanja? ¿Dónde el alambre, el límite?
Tropieza con una estaca. Ah, ¡por fin dónde apoyarse! Y allí se queda tratando
de recobrar el aliento.
Nada. Vacío,
sólo vacío. Como ese cielo, como la canchita. Todo es engaño; hasta Norma,
puras palabras. El mundo es ese inmenso hueco negro. Cierra los ojos.
¿Sueña o
despierta? Oye susurros y hay una luz azulada como el borde de un lago en
movimiento. Vuelve a mirar sin ver. Podrían ser las luces de un auto de la
cana. Apenas se endereza. Un golpe de calor en el vientre, dolor en el alma; ya
no es más “El Rulo”. Ahora, apenas es Carlitos.