Laura está
entusiasmada, casi exultante. Tiene ya once cuentos atrapados en su ordenador,
sólo falta uno que completará la serie.
Antes de preparar el café con el que se acompaña en su
trabajo, da una palmadita a la pantalla del ordenador y dice:
── Gracias,
Otto.
¡Cómo para
no agradecer! Piensa sonriente en lo que significó poder trabajar en silencio y
aún escuchar música en lugar del ruido de las teclas de la máquina de
escribir; con un dedo borrar el error o
lo indeseado, pero también poder conservar todas las versiones de un mismo
texto. No más carbónicos, no más papeles correctores ni ensuciarse las manos
para cambiar la cinta de tinta. Y no sólo guarda, diseña, corrige siempre al
leve movimiento de un dedo, sino que permite obviar muchos libros de
consulta abriendo ventanas y más ventanas al mundo globalizado. ¡Al fin se han
cumplido sus fantasías infantiles!
Cuando era
pequeña amaba los cuentos en los que los seres humanos hablaban con los animales,
los duendes y las hadas. Algo que la inquietaba especialmente era la capacidad
de brujas y hechiceros para lograr que sombreros, capas, calderos y varas obedecieran
sus órdenes. Soñaba con el día en el que amaneciera diciendo:
── Pava al fuego, taza con su plato,
cuchillo al pan, manteca y mermelada a
las rodajas, ──y así hasta que una
bandeja voladora le alcanzara el desayuno perfecto.
Un suspiro
de satisfacción, una taza de café humeante y vuelta al trabajo. Pero el ordenador misteriosamente se niega. « Tal vez se cayó
el sistema, —comienza a especular— tal
vez el antivirus es un guardia de seguridad que previene al punto de impedir;
podría ser un corte de la electricidad, pero no, en el resto de la casa los aparatos
eléctricos funcionan. Entonces ¿qué? Entonces ¿quién?»
Algo
semejante a rabia, desencanto, temor a que sus ideas se escurran por un agujero
negro la invade. Repara en que tras esas infinitas ventanas, la web tiene
voluntades desconocidas y absolutamente
indiferentes a la propia. Ese es su misterio. Su aparente magia es un vacío.
Al borde de
las lágrimas, y acaso por ellas, los recuerdos vuelven a la primera infancia.
El día en que cumplió siete años, sus padres
le regalaron ropas y zapatos nuevos que ella había elegido, pero también un
cuaderno de tapas rojas y un lápiz ya que, según le dijeron con mucha seriedad,
era hora de empezar la escuela. Laura lloró, suplicó, pataleó, se
negó a comer, enfermó, decidió no hablar ni escuchar. Nada parecía conmover a los padres. Una tarde,
milagrosamente, llegó de visita la abuela. Ella le contó sus cuitas, se quejó
de la maldad de sus padres y pidió la compasión y la ayuda de su adorada Nona.
Ésta le prometió que hablarían a la hora de los cuentos.
Ya en su
dormitorio, Laura mostraba orgullosa sus regalos pero iba dejando de lado el
cuaderno y el lápiz. Al cabo la abuela preguntó:
── ¿Y estos
también son regalos?
── Te dije,
Nona, quieren obligarme a ir a la escuela.
La abuela
abrió el cuaderno y mientras sacaba punta al lápiz, canturreó:
── Lápiz nuevo, lápiz nuevo escribe, si sabes,
el nombre de tu dueña.
Luego,
escribió Laura en la primera página, y mirando a su nieta le dijo:
── ¡Un lápiz
mágico, Laura, te han regalado un lápiz mágico!
── Pero si
es mágico no necesito ir a la escuela, hace lo que yo quiero y ya está.
── A ver,
probemos…
Terrible fue
la desilusión. Sólo había garabatos. Laura recuerda, ahora con una sonrisa, cómo
se enojó con su abuela:
── ¡Sos como
las brujas de los cuentos, y no querés enseñarme!
── Vamos,
vamos, si no sabemos dónde está nuestro querer, creemos encontrarlo donde no
está. Tus manos mostrarán lo que hay en tu alma.
Tomó la mano
de su nieta y la fue guiando. Así Laura
aprendió que la magia de su lápiz provenía de la voluntad que corría por
su brazo hasta la punta de los dedos.
Aliviada por
el recuerdo, palmea a Otto una vez más y dice:
── Descansá, hoy salgo con tu hermano mayor.
Busca un
lápiz y remedando a su abuela canturrea:
── Lápiz mágico, lápiz mágico escribe, si
sabes, lo que quiere tu dueña, y te llevaré siempre en mi bolso para abrir
otras ventanas al mundo.