El niño
huele el almíbar que empieza a hacerse en la olla de barro.
En la
cocina, la madre saca del horno dos placas de moldes redondos y vuelca el
contenido de una sola vez en la olla.
El niño
entrega su mirada deslumbrada a esos globos de oro claro que flotan y giran
suavemente en el líquido hirviente.
La madre
reconoce en su hijo el estado de plenitud del descubrimiento. Cierra el
viejo cuaderno de recetas cuidando de que
no se desarme, y lo devuelve a su lugar.
En voz baja,
dice:
── Se llaman
huevos quimbos. La abuela de mi abuela ya los hacía. Son muy dulces, se hacen
con mucho tiempo a un calor suave y constante como el cariño. Los comeremos
esta noche en el cumpleaños de papá.
El niño no contesta.
Los globos dorados se impregnan y se hunden en el almíbar, toman un tono de oro
viejo mientras se desinflan y se arrugan
un poco. Fin de la maravilla.
Los ojos del
asombro se llenan de lágrimas.
Como si despertara
de golpe, responde:
── Yo ya
comí. Y huye de la cocina como de una trampa.