“Levántate, huésped, y ve a descansar.
Tu lecho te aguarda.”
La Odisea- Canto VII
Deja en la mesa el vino de bienvenida.
Volver a casa y encontrarse con Germán, le dejan el estómago y el ánimo tan
revueltos como si hubiera tragado litros de agua salada. Se acuesta agotado. Suspira,
cierra los ojos, pero no duerme. Cada sentimiento, cada sensación le trae
recuerdos de veinte años atrás. La madre no está y ellos son otros. El afecto
surgió en el primer abrazo cálido, intacto. Después, se notaron las diferencias
y los esfuerzos de ambos por no chocar, por no herir, tratando de disimular la
enorme distancia acentuada por el tiempo.
Hasta que en
boca de Germán estalló el primer trueno:
― ¡Claro que al menos, como decís
vos, yo pude despedirme! ¿Qué esperabas, que todo fuera el dinero que enviabas?
No hice mi vida por cuidarla, por resguardar lo que le quedaba de ese hijo
perfecto y lejano que tuvo que irse. Y
yo, tonto de mí, admirando al hermano revolucionario que nos dejó temblando por
él y por nosotros, clavados en un mismo lugar.
«¿Por qué
volví?», se pregunta o más bien se reprocha, aunque conoce sobradamente la
respuesta. Así como se fue obligado, empujado por el terror, también volvió
obligado por la madre que no pudo esperarlo, y por su propia enfermedad. Pero
sabe que iguales motivos sirven también para justificar una
ausencia definitiva, un darse vuelta hacia la vida que, forzado o no, hizo para
sí.
Germán no puede
esperar nada de él. De eso está seguro. Tampoco él de su hermano. Sin embargo,
volvió, abrió los brazos y encontró los de Germán tendidos hacia él como cuando
eran niños y Bernabé lo llevaba a “cococho” corriendo por la casa.
Pero apenas
se enternece por la infancia lejana, sobreviene otra ola de preguntas: «¿Qué
haces aquí, qué se te pierde?» «Cobarde, vuelve a lo tuyo.» «¿Perderás una vida
ganada con tu dolor y tu esfuerzo, por sombras del pasado?»
Se siente un
náufrago. La cabeza le da vueltas. ¿Dónde está su voluntad? No puede ser esto todo.
Una ola de
oscuridad lo alcanza, y con ella despierta la memoria.
Todavía era
marinero en el pesquero. Vientos huracanados entrecruzándose, truenos y
relámpagos, la tempestad levantó un mar que pudo con todos ellos.
Recuerda una inmensa roca negra, pero no sabe si de verdad lo era o si se trataba
de una ola tan alta, tan oscura, tan terrible como la que le golpea hoy el
alma.
Recuerda
también haberse sostenido de algo que flotaba a su lado; no sabe qué. Sacudido
de un lado a otro, trata de no soltarse, de resistir, de no tragar agua, de no
perder toda conciencia. No ve ningún compañero; es sólo la fuerza que le va
quedando, sin pensamientos, sin sentimientos reconocibles, sin nombre. ¿Cuánto
tiempo?
De pronto,
sobre un horizonte impreciso cree ver, llevada por grises remeros, una nave recortada de la negrura por los relámpagos. Aparece y desaparece detrás de
las olas, pero está siempre ahí. Hasta
que tres remos sacan sus paletas del agua y en medio del rugido del mar y de
los vientos, oye una voz portentosa que dice:
―Marinero, sujétate de los remos, vamos, te llevaremos a la
Isla de los Bienaventurados.
Ah, tan
grande puede ser la tentación…
Pero, el
marinero no subió al barco. La voz portentosa sirvió de latigazo a su
conciencia.
«¡Gracias, Homero, por decir la verdad!» tartamudea mientras escupe agua. Pasado un
instante, recobra su verdadero nombre: Bernabé.
Los
hombres grises desaparecen y en el
horizonte hay un principio de claridad. Los vientos amainan.
Ahora
duerme. Lleva al sueño preguntas y
temores.
Pasa
la noche. Bernabé se levanta para ver el amanecer en la ciudad que apenas
recuerda.
Mira
un cielo amarillo suave, y sonríe ante el piar enloquecido de los gorriones.
«La
pregunta no era por qué, sino para qué», piensa descansado
y en calma.
Habrá de
descubrirlo. Comienza a aceptar.