Hace miles y
miles de años, cuando dioses y seres humanos conversaban entre sí tan
directamente como tú y yo, vivían sobre ambas orillas del río Paraná dos pueblos hermanos. Sus caciques Pirayú y Mandi’ó eran buenos amigos y velaban por el bienestar y la armonía entre los suyos.
Pirayú tenía
dos hijas, Yvoy´ju y Carandaí.
Yvoy´ju
amaba Kuhanky, el dios sol. Todas las mañanas al alba salía en su piragua para recibirlo sobre el río. Le dedicaba sus
plegarias y leía los mensajes de Kuhanky en los colores del cielo. Al
atardecer, se inclinaba hacia el poniente para recibir el último rojo
apasionado del sol hasta el día siguiente.
Carandaí observaba
a su hermana con no pocos celos porque nunca era invitada a esos paseos de los
extremos del día, y porque veía asimismo a Mandi’ó contemplando a Yvoy’ju desde
la otra orilla. Se preguntaba por qué todos miraban a su hermana, y ninguno a
ella.En verdad,
“todos y ninguno” se referían exclusivamente a Mandi’ó de quien estaba
enamorada. Un día, oyó decir a Yvoy´ju: «Padre Sol, gran Kuhanky,
sabes que te amo. Prometo esperarte hasta que vengas a nosotros por el
arcoíris». Escandalizada, corrió a contarle a su padre lo que había oído. ¿Cómo Yvoy’ju
osaba esperar que el gran Kuhanky descendiera a la tierra? ¿Qué sería de los
hombres si el dios sol abandonaba su lugar en el cielo?
Pero Pirayú se
enojó de tal manera que le impuso un duro castigo. Hizo cavar un
pozo no muy hondo y dijo a su pueblo: «Cada vez que alguien vea a Carandaí
espiando a su hermana, la llevará al pozo y la dejará allí hasta que pida
perdón». Muchos
compadecían a Carandaí, pero ella no quería aprender. Debía estar atenta a
Mandi’ó, y si éste llegaba a acercarse a su hermana, lo mataría con sus propias manos.
Un día,
Mandi’ó fue a pedir la mano de Yvoy’ju
a su amigo Pirayú.
Jamás esperó
esa respuesta. Pirayú serio, conmovido le dijo:
―Mandi’ó, amigo, yo querría complacerte, pero no puedo. Hace
ya mucho tiempo que Yvoy’ju es la prometida del gran Kuhanky. Nadie, salvo él,
podrá acercarse a ella. Si quieres a una de mis hijas, Carandaí sería una buena
esposa.
Mandi’ó no
pudo responder. Una mezcla de sentimientos
desde la pena y la desilusión al odio y la furia ciega endureció su pecho. Corrió hacia el río y un grito
tremendo que silenció hasta las aguas, fue el primer sapukai del que tienen
memoria los guaraníes.Tampoco él quiso aprender. O se casaba con Yvoy’ju, o el pueblo entero del cacique Pirayú debía desaparecer.
Empezó la
guerra.
Por las
mañanas, las piraguas solían salir a pescar. Pero las lanzas no iban
hacia los peces, sino en busca del pecho rival que lo enfrentaba desde otra barca.Apenas era una caída al agua. El Paraná se manchaba con sangre, mientras con una velocidad que aturdía,
los yacarés se lanzaban al río a
devorar sus presas. En la selva,
al atardecer los animales se silenciaban de terror. Los hombres imitaban sus
sonidos para alertar al compañero, pero ningún animal respondía. Estaban los
silbidos de las flechas y de vez en cuando el golpe suave de un cuerpo contra
la hojarasca.
Mandi´ó
alimentaba su pena con furia; y la furia con los cuerpos de sus muertos, pero
no estaba dispuesto a ceder. Carandaí en
cambio, ahora vigilaba a Yvoy’ju para protegerla. El miedo y el dolor le
habían enseñado.
Después de
mucho tiempo de lucha, Mandi’ó decidió atacar a Pirayú en el caserío. Sus mejores
hombres con flechas incendiarias quemarían las chozas de Pirayú.
Yvoy’ju, al
saludar a Kuhanky alcanzó a ver los primeros fuegos, y corrió gritando a su
amado: «¡Padre Sol, gran Kuhanky, no permitas que mi pueblo y yo desaparezcamos
de esta tierra!»
Carandaí la
vió correr desesperada, se tiró al pozo de sus
castigos y trató de sujetarla por los tobillos. Pero Mandi’ó ordenó que
lanzaran estacas alrededor de Yvoy’ju formando una jaula.
Kuhanky,
ante los gritos de Yvoy’ju, envió un remolino de rayos que en pocos segundos quemó viejas formas y encendió nuevas. Pasó, y en la jaula de Yvoy’ju brotó una flor de centro oscuro, cuyos pétalos amarillos
giraban al paso del sol, y en el tallo, casi tocando la tierra había dos hojas
largas y finas como las manos de
Carandaí.
Así nacieron
los girasoles a orillas del Paraná.