"Yo quiero morir conmigo
sin confesión y sin Dios,
crucificao en mis penas
como abrazao a un rencor."
Tango de Rossi y Podestá
El viejo
entra a la cocina y se sienta a la mesa suspirando. Tiene la respiración fatigosa, mira
a su hija que le da la espalda mientras
trajina, y busca con los ojos al gato de la casa. Nadie parece reparar en él.
De pronto su
mirada cae sobre una bolsa de comida que lleva impresos el nombre y la
dirección del almacén. Sobreviene una catarata de furia. Tembloroso pero de
pie, comienza a gritar:
—¿Cuántas veces he
dicho que nadie de mi familia debe pisar lo de Giménez? Ese hombre me ofendió,
jamás se disculpó, me obligó a cambiar de casa y de barrio para no toparlo; con
su ofensa nos forzó a dejar todo lo que habíamos construido con tu madre y a
reducirnos poco menos que a una pocilga, y ahora vengo a enterarme que mi hija
y mi nieta compran en su negocio y le dejan ganancias. ¿Qué soy yo, idiota?
Y así
continúa un largo discurso de rencores donde el sentimiento de humillación
ocupa el lugar principal. Eso sí, nunca menciona la ofensa.
Su hija se
mantiene de espaldas, en silencio, mientras él se desgañita enloquecido. Sin embargo el hastío la vence. A más de cuarenta años de una situación cuyo
origen desconoce pero que la acompaña desde siempre, también ella comienza a
gritar:
—Así que te
sientes idiota ¿eh? Pues nosotras, desde mi madre hasta tu nieta deberíamos
sentirnos cucarachas viviendo en los rincones que no ves. Perdí mis compañeros
de escuela, dejé de ver a mis amigas, mi madre y la mujer de Giménez se veían a
escondidas para que los señoritos no se molestaran; tu nieta no puede ser amiga
de la suya porque algo, no sabemos qué, ni cómo, ni cuándo te ofendió. Pues te
aviso, hace mucho que esto acabó, compro en lo de Giménez porque es más barato,
de buena calidad, y sobre todo porque me da la gana. ¿Clarito?
Son días
bochornosos, pesados, de soles que taladran el cráneo y ciegan los ojos. No
obstante el viejo, indignado, toma su bastón y su sombrero y se aventura al calor del mediodía, justo cuando Alina, su nieta, está llegando a casa.
—¿Dónde va, abuelo? Hace demasiado calor, le va a hacer mal.
—No quiero estar con
tu madre, y mucho menos comer su comida. Compra en lo de
Giménez.
Alina
suspira y resuelve acompañarlo. Le apena que tanto misterio y tanto odio
descontrolado cada vez que se los nombra, no lo dejen descansar en paz. A veces
piensa que ni lo dejan morir. La ofensa
es algo que no suelta, que guarda en el puño como para seguir sabiendo quién es.
Lo lleva
del brazo por la sombra hacia a la plaza, a que se siente un rato bajo los
árboles. Pero al llegar, el viejo ve en el lugar más fresco a su archienemigo.
Se suelta del brazo que lo sostiene y se pone a caminar todo lo que le dan las
piernas, bajo el sol. La muchacha lo sigue apresurada, apenas hace a tiempo para
sostenerlo cuando las rodillas de su abuelo se aflojan, los ojos se le salen de
las órbitas, boquea, la piel se le pone violeta.
Al llegar a
casa, Alina avisa a su madre que lo acuesta, trata de calmarlo y confortarlo,
pero él amenaza pegarle en cuanto se le acerca.
Con una toalla empapada la nieta le refresca frente, nuca,
pecho. La respiración se calma. Lo deja dormir.
Cuando despierta,
tranquilo y lúcido, ella pregunta:
—¿Cuál fue la gran ofensa,
abuelo? Cuénteme. Se aliviará.
Con la
mirada perdida, el viejo musita:
—Ya no me acuerdo…