Cuchicuchi, la mascota-robot de Madame La Nube, hace
días anda inquieto, torpe. Tropieza con puertas, columnas, árboles, escalones. Pequeños
rayos azules salen como cortocircuitos cuando sacude su cabeza nervioso. Madame
La Nube le pregunta si se siente mal; él no contesta. Lo reta; se retira
resentido. Lo obliga a un service completo más frecuente. Nada sirve.
Adelaide, así se llama en realidad Madame La Nube,
está preocupada. Su robot es muy curioso, espía a las chicas del burdel y a los
vecinos del pueblo. Es su mejor informante. Por eso, ella accedió a prestarlo a
la policía para investigar un crimen sangriento de una niña en el que han
encontrado un cuchillo manchado de sangre pero sin una sola huella digital.
Ahora se pregunta si ha hecho bien. Su mascota es muy sensible.
En la vereda, Adelaide sentada en su hamaca contempla
un crepúsculo rojo intenso que amenaza mal tiempo. Cuchicuchi llega a su
lado y al ver el cielo grita:
—¡Sangre
del cielo!
—¿Qué
sabés vos de la sangre?
—A
la chica se le fue toda…
Madame La Nube
lo ve temblar mientras el robot pone sus manitos metálicas sobre sus
pechos.
En una especie de sollozo, Cuchicuchi dice:
—Yo
también quería calor vivo.