Lidia llora tratando de despertar a Mozart, su gato,
que parece dormir plácidamente a su lado pero en un estado de rigidez absoluta.
Le masajea el corazón, las patas. Llama a Enriqueta, su amiga de toda la vida:
—Enri,
se me murió Mozart —solloza— anoche, en mi cama.
—No, no sé la hora. Sí, le di sus gotas antes de
dormir, pero esto es distinto, no reacciona. Está muerto.
—¿Cómo voy a dejar que lo entierren en cualquier parte
o lo tiren a la basura? Mozart siempre fue mi compañero. Lo quiero cerca.
—Gracias, querida,
en tu jardín estará feliz. Lo envuelvo y voy para allá.
Las cajas de zapatos son pequeñas para Mozart,
pero apretándolo un poco… Lo envuelve en una funda vieja blanca; sin saber por
qué no cubre su cabeza. Ata la caja con una cinta también blanca. Ella va de
negro. Se detiene en la esquina a esperar un taxi.
Pasa una moto a toda velocidad, le arranca la
cartera y la caja tirándola a la vereda.
—Mozart, Mozart —es todo cuanto gime.
La llevan al hospital, pero es tarde.
Entre tanto el ladrón intrigado por el peso de
la caja, la abre para disfrutar su botín.
Mozart salta dando un maullido furioso, lo
rasguña y escapa.
Las viviendas del barrio se derrumban. La
gente se muda desde que por las noches en la esquina donde cayó Lidia se oyen maullidos sin consuelo hasta el
amanecer, pero jamás se ve un gato.