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-«No voy a quedarme. No puedo criar hijos», —dijo llorando mientras hacía un bolso con sus
cosas.
Fue un buen compañero. Fiel, trabajador,
viajaba mucho por cuestiones de la empresa, pero nunca supe bien qué hacía. Era muy reservado. Sin embargo no nos abandonó del todo. Todos
estos años se arregló para pagar nuestras necesidades, tus estudios, tus
vacaciones. Eso sí, la manera de hacernos llegar el dinero fue siempre
misteriosa. Giros, transferencias desde distintos países con nombres extraños;
una o dos veces sobres bajo la puerta. Aún hoy me pregunto cómo hacía. El banco
nunca pudo darme datos. El último saxo,
ese que te gusta tanto es su regalo de Navidad. Ya te lo he dicho, no tengo más que esta foto del día que nos casamos hace treinta años. No, tal vez lo reconocería por la mirada, pero
ni eso es seguro. No me tortures más. Ni siquiera sé si vive aquí o en el
extranjero. Hasta podría considerarlo muerto si no fuera por esa presencia
silenciosa constante en nuestra vida.
—Yo lo encontraré. Necesito saber qué quiso
decir con ese «no puedo criar
hijos».
—Tan tozuda como él. Recuerda que todos podemos
tener muchas caras.
—Yo también. Tomó la foto de sus padres y
salió.
***
Tenía su determinación, una foto que
nadie reconocía y un nombre por todos olvidado. Habló con primos y parientes,
ninguno lo recordaba. Las guías telefónicas del país, los bancos de datos no lo
registraban. No figuraba como deudor de impuestos, negocios fraudulentos
o cosas similares.
Acudió a videntes y tarotistas. Se
sumó a sociedades secretas y pasó por variadas ceremonias iniciáticas. Uno o
dos gurúes dijeron tener pistas precisas que resultaron falsas, o en todo caso tardías.
Recorrió los países desde los que habían llegado envíos de dinero. Nada parecía
acercarle siquiera una pista.
Una noche de carnaval en Piazza San
Marco, rodeada de máscaras, lágrimas de cansancio y desconsuelo brotaron sin
control recordando a su madre: «todos podemos tener muchas caras», «o ninguna»
se dijo con rabia. Se acercó una máscara. Imposible saber si hombre o mujer. Hasta la voz sonaba deformada
bajo el disfraz. Saludó, invitó, logró saber la causa del llanto, conversó,
finalmente ofreció el trabajo perfecto para su búsqueda: integrar un servicio secreto internacional, ocupado en
este momento en averiguar los movimientos de Rusia contra Ucrania. Su trabajo consistía en seducir a un personaje que la máscara indicó, y fotografiar una lista de nombres que
éste guardaba en su poder. Bastaba con dormirlo o desmayarlo.
—En lo posible, no hay que matar, pero lleva
también esto por si necesitas defenderte, —le
dijo, entregándole una pistola junto con un minúsculo dispositivo para filmar y
grabar.
—No quiero la pistola. No sé usarla. ¿Cómo te
reconozco después?
—Te haré saber dónde entregarlo.
En poco tiempo se convirtió en una
espía experimentada y también ella usó nombres
falsos. Sin embargo, el silencio parecía interminable. Ya no era la joven que
buscaba a su padre para reclamar o saber al menos. Era una mujer cuya pregunta inicial la había convertido en un peligro para el mundo.
Aprovechó un período de descanso para
revisar expedientes viejos de El Hogar como llamaban al edificio central. Un nombre
llevaba a otro en una gigantesca tela de
araña. De pronto descubrió que alguien aparentemente retirado usaba las
iniciales de ella alternándolas, mezclando las terminaciones según los países donde
había estado. Fue una iluminación.
Visitó ex agentes jubilados, les trajo
antiguos casos de la guerra fría con un aparente interés histórico y alguna vez
dejaba ver la foto de sus padres.
—¿Qué haces con una foto de “El Fantasma”? ¿Lo
conoces?
—Estaba en un expediente. ¿Por qué lo llama el
fantasma?
—Todos lo llamábamos así. Nadie lo veía pero
siempre estaba. Hasta llegó a decirse que era un agente doble, aunque nunca se
pudo probar.
—¿Vive?
—Creo que sí. Hace siglos que no sé nada.
Cuando había alguna misión extremadamente peligrosa, se decía «hay que llamar
al fantasma». Es posible que en esta nueva guerra ande metiendo la nariz en
algún lado.
Una llamada de El Hogar. Tenía una
misión urgente. No pudo seguir preguntando.
—Esta vez será matar o morir. En Polonia un
disidente ruso que pasó a nuestras filas te contactará y te llevará al agente
doble que nos ha hecho la vida imposible en El Hogar todos estos años. Ya
sabes, sin dejar rastros.
Se reconocieron a la primera
mirada. Ninguno dijo nada. Él vio el arma de ella pero no aprestó la suya.
—¿Quieres beber?
—Mejor, no.
Los dos emitieron una suerte de risa.
—Una pregunta antes de. . .¿por qué "no puedo criar hijos"?
—Lo has aprendido en estos años. La familia es
el eslabón más débil. Tampoco la has formado. Lástima, quería que vivieras tu
vida.
—¿Por qué traicionar?
En un movimiento brusco él sacó el
arma y disparó con precisión. La desarmó sin herirla.
—Nadie sabe para
quién trabaja. Tienes dos
minutos para irte, —dijo en un tono en el que había
advertencia, amenaza, hasta intento de protección.
Obedeció a su padre.
En la calle todo tembló por la
explosión de una bomba. Fuego y humo salían del departamento del fantasma.