Claro que no
era un príncipe. Fue el sobrenombre que le puso su madre extasiada ante la
belleza de su niño. Por lo demás fue hijo único y al decir de todos, incluidos
sus padres, un poco tonto. Pero como los príncipes suelen ser un poco tontos,
el sobrenombre quedó.
De Alicia no
sabemos nada. Posiblemente no fuera ese
su nombre. Hacía mucho tiempo que había perdido los dientes y su habla era tan
confusa que se la suponía extranjera. Era alta, de una gran estructura ósea, su
cabello parecía castaño, aunque no podía saberse cuál era su color original. Paraba
en una esquina de la manzana en la que vivía el príncipe, y a nadie le gustaba
su presencia, aunque todo se reducía a
comentarios por lo bajo, puertas adentro y entre suspiros, y alguna vez un
llamado a la seguridad social que la buscaba y la llevaba a bañarse y dormir en
un refugio del que ella escapaba al día siguiente. Y volvía a su esquina. No
elegía otra. No cambiaba de barrio ni en invierno ni en verano. No era una
pordiosera en el sentido estricto. Ella no pedía nada. Pedían mucho más los
vecinos que querían que se fuera de allí. De todos modos siempre la señorita
Culpa andaba rondando almas que
deslizaban un billete de poco valor a sus pies al salir de la misa dominical, sin
mirarla y murmurando un «Dios la perdone». A veces los camareros del café más cercano le alcanzaban las sobras de
alguna comida. Tenía dos bultos de cosas que había hallado aquí y allá y que
cuidaba como tesoros.
Un día el
príncipe, de la mano de su madre, la había visto con los pechos al aire lavándose con un
pañuelo mojado. Y otro, a esos horarios en los que no hay gente en la calle, la
vieron esconderse entre dos autos para orinar.
—¡Qué asco! —murmuró la señora mientras disimulaba ver lo
que miraba.
—¿Qué cosa, mamá? —preguntó el niño.
—¡Chico tonto! Las personas no somos animales,
no hacemos nuestras necesidades en la
calle a la vista de todos. Debe estar loca.
—¿ Y por qué los locos no van al baño del bar?
—Porque no los dejan entrar, son solo para los
clientes. No pueden permitir que una persona como esa mujer lleve suciedad y vaya a saber qué pestes a sus locales.
—Y nosotros, ¿por qué no le prestamos nuestro
baño?
—Pero, ¡¿te has vuelto loco?! Yo no voy a
exponer a mi príncipe a quien sabe qué enfermedades. Además, ¿si la dejo
entrar a mi casa y nos roba?
—¿No me dijiste que los mayores ladrones eran
los ricos que nos robaban a todos?
—¡Ah, por favor! No entiendes nada, tonto. Al
menos trata de aprender a leer y escribir, y deja que los adultos nos ocupemos
de nuestras cosas.
El príncipe tratando de aprender a
leer y escribir, anotaba palabras que le llamaban la atención, muy
especialmente aquellas relacionadas con Alicia. Por ejemplo: «No es como nosotros. Quién sabe de dónde
vino. Está sola porque quiere. No acepta la ayuda social. Habla sola. Quién
sabe qué traumas… A veces más que loco te hacen malo. Hay que tener cuidado con
la enfermedad. Uno quisiera ayudar, pero no te dejan. Desmerece el barrio…Hay
que llamar a la policía.»
No le permitían andar solo en la
calle, pero a veces al salir de la escuela corría hasta la esquina para verla. En una ocasión llegó a sentarse a su lado. Apenas lo vio su madre, lo sacó a los golpes. Alicia le sonreía, guiñaba un ojo o le sacaba la lengua mostrando su boca
desdentada. El príncipe se asustaba muchísimo y salía corriendo. Ella reía.
Un día, Alicia con sus bultos
desapareció de la esquina y no volvió más.
Todo el barrio respiró aliviado.
Él, en cambio iba cada vez más seguido como quien espera, como quien busca algo.
Una noche tuvo fiebre y
repitió inquieto: «No es como
nosotros. Habla sola. A veces loco, a veces malo. Cuidado con la enfermedad…»
Al despertar, preguntó:
— Y ahora, ¿Quién va a ser el loco? ¿Quién va a ser el
malo? ¿Quién va a vivir en la esquina para que nosotros podamos seguir siendo
como nosotros?
Sus padres decidieron internar al
pobre tonto.