Se va el
sol. En la tienda-escuela los chicos
ordenan y guardan los pocos elementos con los que contamos, y yo voy llevando
desperdicios a los basureros. Me cuesta. Tengo que apoyarme en una muleta. Mi
pierna derecha, algo encogida, parece siempre a punto de dar un paso que queda
inconcluso; así como fue para todos nosotros llegar al campo. Ahora, estamos
congelados antes del siguiente. Nadie sabe con precisión cuándo podrá
continuar el movimiento hacia un futuro.
Llevo mucho
tiempo en el hospital. En plena huida estalló un explosivo. A mi lado cayeron
varios. No es el ruido lo que más me sobresalta; de pronto, en el suelo hay un
cuerpo inerte en un charco de sangre, y en el aire algo que no sé llamar más que como un hueco
habitado por una esencia. Nunca volveré a ser el mismo, pero tuve suerte.
Ahora, al
menos puedo salir durante el día a
enseñar a los mayores y entretener a los
más pequeños. La gran diferencia entre
ellos se nota en la mirada. En los mayores, junto a la tristeza leo una pregunta que no
formulan y que los adultos no sabríamos responder. En cambio, los otros cantan
las tablas de multiplicar, leen, escriben y pintan, preguntan hasta el
infinito. Busco que rían todo lo posible. Me emociona ver lo poco que necesitan
para sentirse vivos. Es su día, su sol, su juego. La preocupación por el futuro
para ellos no existe.
Ahmed y
Yamila tienen una relación especial. Andarán por los cinco años y se los ve
siempre juntos. Juegan, ensucian,
intercambian sus ojotas de plástico, saltan a la cuerda. Si juegan a las
escondidas no lo hacen uno de otro, sino otra vez juntos. Un escarabajo, una
hormiga, pueden ser objeto de observación durante horas. De a ratos Ahmed toma los broches de pelo de Yamila, un
moñito, una mariposa y va cambiándolos de lugar en la cabeza de su amiga.
Yamila es pura alegría, baile, movimiento. Me encanta observarlos.
En un rato
llegarán los que pueden salir a trabajar a poblaciones cercanas. A veces traen
algo más de comida para compartir, cigarrillos y sobre todo, noticias de
nuestra tierra. Es una ventaja. Otra, es
que estamos muy cerca de la frontera y, si quisiéramos, podríamos arriesgar
volver; aunque se trate de una ilusión.
Muchos,
entre ellos Halim padre de Ahmed, persiguen legalizaciones y papeles para instalarse
en Europa. Otros, esperan la visa de algún país sudamericano, pero los
parientes que los apoyan y los llaman no son gente de mucho dinero y las
influencias cuestan.
Por lo
demás, estamos muy solos. Desgajados del mundo, sin poder actuar, necesitamos
pelear, gritar, conmovernos oyendo historias donde descargar toda clase de
emociones para seguir sintiéndonos hombres entre los hombres.
Van
encendiéndose las luces. Una luna apenas creciente se curva sobre el primer
azul de la noche. Sin saber por qué pienso en la mirada maravillada de mi padre
la primera vez que me mostró el lucero del alba apareciendo sobre la copa de la
luna creciente.
Varias mujeres
vienen en busca de sus hijos. Es hora de la comida diaria y luego el
toque de queda. Por el oeste veo llegar a Halim. Trae un paso distinto; no
diría entusiasmo, sí una nueva decisión. Yo tendría que empezar a caminar hacia
el hospital pero quiero saber qué trae. Antes de poder hablar con él, lo veo
acercarse a Ahmed, tomarlo en brazos y hablarle en voz baja con mucho cuidado. Alcanzo a oír «mañana temprano, un camión a la
otra frontera». La carita de Ahmed se separa un poco de la de su padre para
mirarlo a los ojos. Entonces pregunta: « ¿Yamila puede ir con nosotros? Le
presto mi manta.» Veo la cabeza de Halim negando.
Más allá,
hacia el otro lado del campo, Yamila va saltando y bailando de la mano de su
madre.
Ahmed se
suelta de los brazos de su padre. Corre hacia Yamila sin llamarla. La alcanza.
Con la delicadeza y la ternura que sólo un niño puede transmitir, apoya sus manos
en las mejillas de ella y la besa. Luego vuelve corriendo a los brazos
de su padre sin decir una palabra. Yamila tiembla pegada a su mamá.
Halim y
yo quietos, mudos, miramos casi sin poder respirar.
Ahora quiere
caminar. Da la mano a Halim. Por fin, empiezan las lágrimas.
La voz le
sale en un sollozo contenido cuando pregunta, «¿Papi, el amor va a ser triste
para siempre?» Un profundo suspiro y su padre responde, « No, Ahmed. Todos tus amores tendrán, por el
dolor de éste, el reflejo de una luz como la de esa luna y los hará mejores.»
Ah, finalmente el lucero del alba aparece en mi
alma. Por puro agradecimiento abrazaría a Halim. Ahora sí voy al hospital lo más rápido que
puedo. Quiero llevar a mis compañeros el dolor y la belleza del día.
Es más vivo y más real que la mente seca que nos come los días.
ResponderEliminarMe llega tanto este cuento que no quiero hoy leer otros. No quiero perder esa luz de atardecer en la que la tristeza y el amor nos llegan a lo más esencial de nuestro pecho.