domingo, 15 de abril de 2018

UNA IDEA GENIAL


«¡Otra vez, otra vez!
Bella, perfecta, plena de promesas, abierta a la palabra creadora.
Aterradora.
Nada de lo que en ella aparezca, merecerá su blancura.
Inmaculada, ¿qué palabra merece mancharla? ¿Para decir qué a quienes?
Todo ha sido dicho ya.
Ah, sólo una palabra que deba ser escrita o pronunciada…
¿Quién merece la revelación?»

Hay tiempo todavía. Caminar un rato, despejarse.

Pero, hay tanto que hacer.  Comer, limpiar, hablar, verse con amigos…Sí, sí, hay tiempo todavía…

Tal vez baste animarse y escribir lo primero que venga a  la mente. Después de todo, una tecla puede  borrarlo todo y  la página vuelve a su blancura. Pero, “se ha guardado una copia de seguridad en Word”, dice el ordenador para tranquilizarnos.

De niños, con su hermana se entretenían en el juego de los espías. Con una pluma empapada en limón sobre una hoja perfectamente blanca, escribían un secreto recién descubierto. Quien la recibía, pasaba una vela encendida por detrás de la hoja, y encontraba el mensaje.

¡Horror! ¿Nada desaparece del todo en el mundo?

                                                                         *

Una editorial  premió su novela hace ya dos años. Por entonces, firmó un compromiso de trabajo que le permitiría vivir sin lujos mes a mes, y que hoy no puede cumplir.
El editor llama.  Dimas va a explicar lo que no tiene explicación. Camina presuroso, ensimismado.

Los amigos están sentados a una mesa de café en la acera cuando pasa  sin mirar.

Ahí va “tengo-una-idea-genial” ―dice Carlos en voz bien alta y con sorna.

Por supuesto lo oye, le duele, sabe que en cierto modo tiene razón, pero la sorna y la descalificación lo hieren. Porque, aunque nunca debió compartir esa certeza con el entusiasmo de un niño  que aprende a abrir una puerta, en verdad él tiene “las ideas geniales”, hasta sueña con ellas, pero ni bien enfrenta la página blanca  del ordenador, todo desaparece.

Sabe que la así llamada “inspiración” es una gracia que alguna vez llega, pero siempre tras   mucho trabajo árido, constante, sin renunciamientos. No obstante, también la usa de excusa ante sí mismo cuando no puede soportar el espejo.

 Añora casi con desesperación aquel tiempo en el que escribía  sin descanso en un café, rodeado de murmullos indefinidos, gente que iba y venía sin verlo, sin ser vistos; de vez en cuando una voz se alzaba «son dos los cafés, uno sale cortado».

Ahora ese espacio, ese tiempo ya no le sirven de marco. Prueba con la soledad y el absoluto silencio. Tampoco.

―¿Puedo saber qué te pasa? ―pregunta el editor entre la recriminación y la paciencia.

Dimas intenta un largo razonamiento sobre la necesidad de la Verdad absoluta, de la Belleza perfecta, de la Esencia de las cosas, y tópicos similares.

Un suspiro del editor corta su discurso.

―Esas entidades viven en un mundo que no es el nuestro. Apenas las vislumbras en los sueños. Nosotros trabajamos en tierra con aspiraciones, intentos, nuestras personales limitaciones. Si te facilita las cosas puedo ofrecerte una oficina exclusiva durante algunas horas al día. A otros les ha servido. Pero antes de responder, quiero que salgas, veas a tu familia, a tus amigos, te olvides de la página en blanco y de todas esas ideas grandilocuentes. Luego hablaremos.

Dimas se retira humillado, aunque  en su interior algo ha perdido peso. 

No quiere ver a sus amigos. Las miradas burlonas, los silencios compasivos son piedras en su estómago. 

Busca a su hermana. Necesita compartir recuerdos, juegos.

Los sobrinos lo reciben con una algarabía que responde al tiempo que lleva sin verlos.
A la hora de dormir los niños reclaman la presencia de su tío. Quieren un cuento.

Dimas, sentado al borde de una cama los mira temeroso, y encuentra ojos brillantes de ansiedad y entusiasmo. Entonces se oye decir:

―Había una vez…

Y la vida recomienza.