«¡Otra vez, otra vez!
Bella, perfecta, plena de promesas, abierta a la palabra creadora.
Aterradora.
Nada de lo que en ella aparezca, merecerá su blancura.
Inmaculada, ¿qué palabra merece mancharla? ¿Para decir qué a
quienes?
Todo ha sido dicho ya.
Ah, sólo una palabra que deba ser escrita o pronunciada…
¿Quién merece la revelación?»
Hay tiempo
todavía. Caminar un rato, despejarse.
Pero, hay tanto
que hacer. Comer, limpiar, hablar, verse
con amigos…Sí, sí, hay tiempo todavía…
Tal vez baste animarse
y escribir lo primero que venga a la
mente. Después de todo, una tecla puede borrarlo todo y la página vuelve a su blancura. Pero, “se ha
guardado una copia de seguridad en Word”, dice el ordenador para tranquilizarnos.
De niños, con su
hermana se entretenían en el juego de los espías. Con una pluma empapada en
limón sobre una hoja perfectamente blanca, escribían un secreto recién
descubierto. Quien la recibía, pasaba una vela encendida por detrás de la hoja,
y encontraba el mensaje.
¡Horror! ¿Nada
desaparece del todo en el mundo?
*
Una editorial premió su novela hace ya dos años. Por
entonces, firmó un compromiso de trabajo que le permitiría vivir sin lujos mes
a mes, y que hoy no puede cumplir.
El editor llama. Dimas va a explicar lo que no tiene
explicación. Camina presuroso, ensimismado.
Los amigos están sentados a una mesa
de café en la acera cuando pasa sin
mirar.
―Ahí va “tengo-una-idea-genial” ―dice Carlos en voz bien alta y con sorna.
Por supuesto lo oye, le duele, sabe
que en cierto modo tiene razón, pero la sorna y la descalificación lo hieren.
Porque, aunque nunca debió compartir esa certeza con el entusiasmo de un
niño que aprende a abrir una puerta, en
verdad él tiene “las ideas geniales”, hasta sueña con ellas, pero ni bien
enfrenta la página blanca del ordenador,
todo desaparece.
Sabe que la así llamada “inspiración”
es una gracia que alguna vez llega, pero siempre tras mucho
trabajo árido, constante, sin renunciamientos. No obstante, también la usa de
excusa ante sí mismo cuando no puede soportar el espejo.
Añora casi con desesperación aquel tiempo en
el que escribía sin descanso en un café,
rodeado de murmullos indefinidos, gente que iba y venía sin verlo, sin ser
vistos; de vez en cuando una voz se alzaba «son dos los cafés, uno sale
cortado».
Ahora ese espacio, ese tiempo ya no le
sirven de marco. Prueba con la soledad y el absoluto silencio. Tampoco.
―¿Puedo saber qué te pasa? ―pregunta
el editor entre la recriminación y la paciencia.
Dimas intenta un largo razonamiento
sobre la necesidad de la Verdad absoluta, de la Belleza perfecta, de la Esencia
de las cosas, y tópicos similares.
Un suspiro del editor corta su
discurso.
―Esas entidades viven en un mundo que
no es el nuestro. Apenas las vislumbras en los sueños. Nosotros trabajamos en
tierra con aspiraciones, intentos, nuestras personales limitaciones. Si te facilita
las cosas puedo ofrecerte una oficina exclusiva durante algunas horas al día. A
otros les ha servido. Pero antes de responder, quiero que salgas, veas a tu
familia, a tus amigos, te olvides de la página en blanco y de todas esas ideas
grandilocuentes. Luego hablaremos.
Dimas se retira humillado, aunque en su interior algo ha perdido peso.
No quiere ver a sus amigos. Las miradas burlonas, los silencios compasivos son piedras en su estómago.
Busca a su hermana. Necesita compartir recuerdos, juegos.
No quiere ver a sus amigos. Las miradas burlonas, los silencios compasivos son piedras en su estómago.
Busca a su hermana. Necesita compartir recuerdos, juegos.
Los sobrinos lo reciben con una algarabía
que responde al tiempo que lleva sin verlos.
A la hora de dormir los niños reclaman
la presencia de su tío. Quieren un cuento.
Dimas, sentado al borde de una cama los mira temeroso, y encuentra ojos brillantes de ansiedad y entusiasmo. Entonces se
oye decir:
―Había una vez…
Y la vida recomienza.