jueves, 28 de noviembre de 2019

LA ESPERA









Cielo plomizo, nubes a la altura de los ojos,  necesidad de dormir al tiempo que la angustia no permite ni un segundo de descanso.

Como un rayo vuelve a la mente la palabra “preeclamsia”. Hace ya tantos años de eso. Su mujer en una camilla que corre como un relámpago a la sala de cirugía. Por entonces él fumaba. Y fumó como todos, para calmar los nervios que se tensaron más, para tener las manos ocupadas que no dejaron de temblar, para todo lo que  se mentía con el cigarrillo. Ahora piensa con qué mentirse. Algunos de sus amigos se embotan con alcohol. Tampoco sirve. Quiere estar despierto, despierto y desesperado. Claro, está el celular, sí, todos en el aeropuerto lo tienen encendido, también él, pero aunque intenta distraerse con algún juego, lo deja inmediatamente. Necesita noticias.

El aeropuerto  ruge en  sordina  como los truenos lejanos. Casi se alegra de estar solo.  Los que esperan en compañía se alimentan mutuamente la angustia y el temor.
«¿Se sabe algo más? ¿Hubo otro aviso? Por radio dicen que cayó un avión que venía de la cordillera…»

 Tiene ganas de gritar « ¡Cállense!» Piensa que sería mejor el silencio, pero siente que todo eso también está dentro de él; su hija, su chiquita, ¿dónde, cómo está? No  puede hacerse la última pregunta: «¿Volveré a verla?»

Por el altoparlante suena su nombre llamándolo a” Informes”. Corre como si se le escaparan y, ¡allí esta su niña!

Se abrazan llorando. Salen mientras ella  dice:

Perdí el avión, pero no pude avisarte. Vine en ómnibus y en  auto hasta aquí, porque sabía que estabas esperando.

Llega un viento que lo barre todo. Asoma un rayo de luz. Entonces, sonríe.

lunes, 11 de noviembre de 2019

EL SICARIO


Revisa una vez más su pasaje de turista a Tailandia, las fechas, los horarios, y elige uno de sus pasaportes falsos. Cree recordar que es de uno de sus muertos, de alguno de los que dejó dormido en algún café de aeropuerto porque el otro creyó reconocerlo o haber visto su foto en alguna parte. Unas gotitas en la bebida elegida lo adormecían; él  le sacaba el pasaporte y huía. Cuando, después de llamarlo innumerables veces el personal del aeropuerto  identificaba a su víctima, ésta ya estaba muerta y él volaba hacia algún  lugar remoto.


Alguna vez tuvo que improvisar en pleno vuelo. Hay gente tan insistente… Siempre alguien necesita entrar en conversación. En ese sentido se siente superior. Desde el primer encargo que lo llenó de dinero pero lo obligó a vivir más en el aire que en la tierra, supo lo que era la soledad hasta de sí mismo. Aprendió a no nombrarse ni con el pensamiento.


Ahora, retirado del oficio, vive en un espléndido rancho al borde de la selva, siempre bajo otro nombre. Sabe que Interpol lo busca, y esta mañana al leer el diario con la minuciosidad acostumbrada, encontró un recordatorio aparentemente ingenuo de familiares de uno de sus últimos muertos como suele llamarlos, que le indica que nunca creyeron en el ataque cardíaco que lo mató en vuelo y que siguen buscando testigos. Es mejor ausentarse un tiempo.


Habla con la mujer que lo acompaña desde que compró el rancho. Es una indígena sumisa y crédula. Sabe que  su hombre se dedica a los negocios importantes de los blancos, que a ella no le falta nada, y que solo debe atender su casa como la atendió siempre, cocinarle lo que le gusta y estar disponible para el sexo. Él no le pega, no le levanta la voz, no la maltrata. Muchas veces ni siquiera la mira, pero ella vive tranquila. Asiente, aunque él ya le da la espalda.


Ningún auto, ninguna motocicleta, ninguna bicicleta lo sigue. Todavía está a salvo.



                                                 ***

—¿No despacha equipaje, señor?


—No, voy por pocos días.


—Entiendo. Embarca por puerta  veintidós. Buen viaje.


La empleada casi no lo mira, pero su “entiendo” queda resonando.

 Compra una novela policial en el puesto de diarios y revistas, y va directamente al prembarque. Simula leer. Nadie le presta atención.


Ya en el avión, cede su asiento a una señora que protesta porque no le gustan las filas de cuatro pasajeros y quiere una ventanilla. Él por el contrario prefiere estar sobre el pasillo, y si el avión no va muy lleno, a su lado quedará algún espacio vacío.

Suspira. Por fin empieza a relajarse. Todo está en orden.


En el otro extremo de su fila se sienta un hombre de unos cuarenta años que parece no verlo. Ni bien las indicaciones de los cinturones de seguridad se apagan, el hombre reclina el asiento y se dispone a dormir. Él aparenta hacer lo propio, pero sabe que no puede descuidarse. Registra las caras de las azafatas y del comisario de abordo.

Se levanta al baño. ¿Habrá algún sospechoso? Se ríe de sí mismo, actúa como los que lo persiguen.


Un matrimonio de turistas jubilados, un ejecutivo metido en su ordenador, dos amigos o socios que beben sin parar. Todo tranquilo. Hizo bien en reservar el primer vuelo a un lugar tan lejano. Al parecer esta vez no tendrá que matar a nadie. Quizás hasta pueda tomarse vacaciones.


Cierra los ojos. Durante el viaje puede descansar. El alerta debe ponerlo sobre el aterrizaje.


Sin embargo, todo vuelve en el sueño. Dos crímenes por encargo y siete por temor a ser reconocido, infinitas millas de vuelo, viviendo en el aire hasta poder recalar en un rancho de lujo y soledad; y siempre las caras de los nueve asesinados atados como globos a la cola del avión que lo transporta. Siempre con él. Sólo en el rancho no los ve. ¿Habrá hecho bien en irse?


Las luces se encienden. Los cuerpos empiezan a moverse. Es hora. Bajar entre muchos, ni de los primeros ni de los últimos. Pasar desapercibido. Pero esta vez, los muertos no se van en cuanto abre los ojos. 


Se los refriega. Se despereza. Vuelve a mirar. A su alrededor, la señora que pidió la ventanilla, el ejecutivo del ordenador, los jubilados, los bebedores y las azafatas lo miran fijo mientras su vecino de fila dice:


Buenos días, Félix cerrando un par de heladas esposas en sus muñecas.

miércoles, 6 de noviembre de 2019

PARAISOS PERDIDOS


                                                       









—¡Uf, día fatal en Estación Espacial!

—Hola

—¿Por qué llorás?

—Está muy mal.

—Contame.

—-Quiere irse al espacio en un cohete individual.

—Nosotros nos conformábamos con un auto y una botella de whisky.

—No, dice que quiere ir a otra esfera del tiempo donde no hay referencias, todo es igual, no hay nadie, entonces uno puede ver venir la muerte. Saborearla dijo, ¿te das cuenta?

—¿Saborearla? ¡Está loco o drogado!

—No, justamente, no quiere repetir lo que hacen sus amigos. Dice que no sirve para nada, que van más allá de la sensación y después se olvidan y terminan sin sentir ni reconocer nada. Y de los adultos dice que preferimos morir distraídos. Él quiere estar presente.

—Es la adolescencia. Se le pasará. Nadie quiere estar tan presente. Habrá que ver de darle algunas vacaciones en las que pueda conocer otra gente, otros modos de vida.

—¡Ojalá!

—Y yo tan orgulloso de un hijo brillante siguiendo la carrera espacial…. Hablaré a Houston, le pediré a Jerry que lo incluya en un viaje de turismo a Júpiter, por ejemplo.

—¿Y los afectos? No volverá, nos olvidará o estaremos muertos.

—Al contrario, se aferrará a nuestro recuerdo. Creció, busca su lugar. Seremos su paraíso perdido. Todos tenemos alguno.

—¿Te das cuenta de lo que decís? ¿Qué hicimos? Algo tenemos que ver. También giramos en esferas distintas.  Si al menos se dejara abrazar…

—Bueno, ya basta. Me cansé. Mejor, vayamos  a comer afuera.

Ahh! ¡Mirá! Ese cuerpo que cae, ¿no es…?