Despertó con
una profunda tristeza. El esplendor del mundo en el que ellos dos amanecían
cada día, parecía apagarse.
Nada
necesitaban. Todo les era dado siempre renovado y brillante. También así, por
un momento había sido la noche anterior. Solo ellos percibieron un fulgor que
se movía entre árboles y plantas. Los
animales descansaron como siempre, sin alarmas. «Yo quiero», se dijeron por primera vez. No fue obediencia, sino
elección.
En ese mundo
maravilloso en el que él era piedras, plantas y animales a la vez que todos
ellos eran él, junto a la tristeza surgieron la culpa y el miedo. En derredor
todo comenzaba a separarse, a reducirse.
Imposible
volver atrás. No tenía coartada. El paso había sido dado sin saber qué perdía,
y menos aún qué vendría. Sin embargo
no podía comportarse como ella, tranquila, mordisqueando una fruta, mirando el
horizonte con la seguridad de quien se siente capaz de poblar un desierto. Él necesitaba
hacer algo, esconderse, disimular, antes de que el cielo hablara. Cuando se encendió como un gran ojo
con brillos de relámpago, y el trueno retumbó en la voz, él salió de entre los
helechos y respondió:
—No fui yo, fue Eva.
Y así
comenzó todo.