Podéis usar esta imagen para acompañar al relato, si queréis
En medio de
la pampa cercana al mar, está la estancia de la que desde hoy es señora, llamada pomposamente “El Castillo”. La casa principal de estilo inglés, imponente con
dos torres a los lados quiere imitar alguna vieja reliquia de la época feudal. Una
veleta con un gallo en la punta luce sobre la cúpula central.
La adivina
había recitado: «Tu suerte está en un castillo. Las cartas dicen felicidad,
liberación y muerte, en ese orden; pero hay algo oscuro en esa tierra. Cuidate de El Loco.» Ella rio entre incrédula y
feliz.
Hay una
pausa en el aire.
Algunos novísimos automóviles negros, brillantes, temblorosos al andar se detienen cerca de los coches de caballo. En el gran parque los invitados pasean bajo un cielo pesado y húmedo de fines de verano que presagia tormenta. El vaporoso velo de la novia se mueve como una nube amigable, en tanto el novio con su habitual empaque de señor y patrón conversa con figuras reconocidas de la sociedad.
En el salón
principal, la mesa del banquete de bodas espera reluciente de cristales y porcelanas de Limoges.
Llega un
jinete solitario, el chambergo haciéndole sombra a los ojos. Entrega las riendas y un mensaje a un
chiquilín hijo de un peón, y desaparece en la torre-este sin sumarse a la
reunión.
Un rayo cae en
seco sobre el horizonte. Todavía no hay muchas nubes, pero el calor de los
asadores atrae las moscas. Mientras las manos saludan al aire, los pies
comienzan a zapatear y a restregarse uno con otro: las hormigas invaden todo. Poco a poco aparecen cascarudos, caracoles.
Luego vendrán las arañas pequeñas que caen en sombreros y rostros, orugas.
Todos tratan de protegerse. Los
invitados se amontonan bajo el primer techo huyendo de abejas y avispas. Es
inútil, los insectos los persiguen con saña. Gritos de las damas, gestos bruscos de los caballeros
buscando alguien a quien reclamar.
En tanto los
novios, recibido el mensaje, alarmados,
sorprendidos, mantienen un diálogo mudo. Hay fastidio y reproche en los ojos de
él; temor y pedido de ayuda en los de ella que acentúa su súplica apoyando la
mano en el brazo de su esposo. Él se desprende como tratando de espantar una
mosca más, vuelve la cabeza buscando un amigo para retomar una conversación frívola.
Ella lo mira dolorida, desencantada, y se aleja hacia el inesperado visitante. El velo se
mancha de insectos que no pueden desprenderse. El chico la sigue asustado.
El
inframundo avanza.
Un trueno. No,
es un tiro. Otro. La caída de un objeto pesado.
Apenas el
tiempo que demora en alejarse el estupor,
la novia recupera su nombre, Delfina.
Ahora, perseguidos
por las avispas todos corren hacia la torre.
Hernán
(hasta hace un momento el novio) camina con más odio que urgencia. Entre varios
han levantado el cuerpo de Delfina envuelto en el velo ensangrentado. Un médico le toma el pulso mientras acompaña el paso de
los que la cargan a un coche de caballo que lo llevará con la novia moribunda y
sus padres al pueblo más cercano.
Hernán casi
no la mira, se abalanza sobre Rufo (el jinete misterioso) herido en el hombro
izquierdo con su propia arma. Quiso suicidarse, pero Cipriano, el niño, lo
desestabilizo pegándole en las piernas con el primer objeto que tanteó en la
oscuridad. Rufo suelta el arma, se endereza apenas; varios hombres lo sujetan. Otros
apartan a un Hernán enfurecido.
Aterrados por zumbidos y picaduras, inservibles en la tragedia, los invitados huyen en sus automóviles o en los coches de caballo hacia
el camino que lleva a un mundo de seguridades ficticias y distintos demonios.
La policía no llegará hasta el día siguiente. Los peones llevan
a Rufo a una habitación de la torre-este. Limpian la herida y vendan el brazo.
Lo sujetan a la cama y cierran las
puertas con llave. Acompañan a Hernán a las que serían las habitaciones nupciales
en la torre-oeste. Alguien esconde el
arma de esos ojos de odio.
Avanza la
tormenta, desaparecen las abejas y las avispas, pero un ejército de murciélagos
salidos de árboles huecos sobrevuelan El
Castillo amenazantes. Desde los cuatro
puntos cardinales soplan todos los vientos. Se entrecruzan, cada vez con más violencia. En su dormitorio, Hernán bebe mirando sin ver las
llamas de un fuego que se enciende solo
en la chimenea.
Las ventanas
se abren, los cristales estallan, las
cortinas levantan vuelo allí donde Hernán cree ver a Delfina con su velo
ensangrentado por el reflejo de las llamas.
—¡Volviste! Ya ves, no logró herirte tanto.
Las
cerraduras no resisten. Los goznes de las puertas repiten un grito sordo de
queja, y lo invitan a seguirla.
Siempre por
alcanzarla, él se aventura en la oscuridad del eterno pasillo que comunica las
dos torres.
—¡Esperame! Quiero amarte, besarte…
En la
torre-este, Rufo despierta sobresaltado. También él cree verla.
—¿Me llevarás contigo? Donde estés quiero estar.
Pero le
parece que Delfina se aleja.
—¡No, no con él, nunca con él! —suplica con voz desgarrada, mientras
se suelta de las ataduras y avanza a la
negrura tras una pálida llama que escapa.
Las puertas
y ventanas se baten en un interminable
aplauso ante la risa siniestra del chirriar de la veleta.
La policía encuentra a los dos hombres muertos a medio camino del largo pasillo; semidesnudos, los
ojos abiertos al horror, los cuerpos casi entrelazados.
Alguien
dice:
—Parecen abrazarse.