Es verano al sur del mundo. Es Nochebuena y se sufre y se goza tanto como en el otro hemisferio, aunque sin nieve, sin renos, sin trineos. Se hace todo para satisfacer la ilusión de niños criados en costumbres que les son ajenas. Hay una sobrexcitación general, petardos, luces artificiales, música a todo volumen, risas y abrazos, obsequios. Sin embargo, algunos lugares no se adornan de rojo, verde y dorado. Lugares donde cuanto mayor es la algarabía con su altisonante denuncia de felicidad, mayor es la oscuridad, el silencio, el dolor que albergan. Uno de ellos es el hospital de la ciudad.
En el Departamento de Pediatría hoy a media tarde ha muerto una niña; otra en cambio ha pasado muy bien una operación sencilla, pero llora desconsolada porque sus padres debieron retirarse mientras ella dormía, y ahora está segura de que la han abandonado. La enfermera de guardia hace lo posible por consolarla. Le cuenta que el cirujano ha dicho que mañana volverá a su casa a abrir sus regalos, a festejar con sus hermanos. Le moja la frente, le da un poco de agua, pero la niña se resiste. La enfermera suspira. También ella está sola y lo estará más cuando cambie el turno. Al menos aquí cuida de otros.
Necesita el aire de la noche. Promete a la niña ir a fijarse si viene Papá Noel.
Con los cigarrillos y un encendedor en el bolsillo sale a la puerta.
En la vereda, a pocos metros de la entrada, un hombre está sentado con
la cabeza entre los brazos. Hay una bolsa de regalo a su lado.
«Esta es noche de llantos», piensa ella. Va a encender el cigarrillo,
pero se le ocurre ofrecerle uno al
hombre; tal vez juntos puedan llevar mejor las penas.
Es una oferta muda. Apenas un cabezazo parece agradecer. Se sienta a su
lado. Fuman en silencio hasta que la pregunta surge como el humo. En la
respuesta vuelven las lágrimas. La niña que murió es su hija. No pudo verla ni abrazarla. No se
lo permitieron. Llegó tarde a todo. Le traía un juguete que ya no será para
nadie.
¿Cuánto pesan las dificultades cotidianas y los esfuerzos por llevar una
vida digna ante la pérdida de un hijo? El dolor del hombre la deja muda de sí
misma, en cambio…«tal vez ellos puedan consolarse mutuamente», piensa.
Lo acompaña, lo presenta como una visita sorpresa. Sin embargo, la fantasía infantil completa el deseo:
—Sos un Papá Noel raro, vos. Sin barba, sin gorro, con
cara triste, y manos lastimadas.
—Es verdad, soy un pescador. Vengo del mar. Busco a mi
hija.
—¿Sabés dónde está?
—No.
—Mi papá tampoco está. ¿Me contás un cuento?
—Puedo hablarte del mar.
—Dale.
— Algunas veces hay tormenta, nubes y lluvia, mucho
viento y no se ve el sol. Es como si el cielo se enojara y llorara como
nosotros; y también el mar dice cosas, pero son terribles y no queremos
entenderlas.
Otras, salimos con la barca cuando todavía es de noche, el azul es
apenitas más claro. De pronto se pone muy calmo, una rayita amarilla aparece en
el horizonte como un aviso. A medida que crece va haciendo un camino de luz.
Entonces, si te apurás por llegar al camino ya no lo encontrás debajo de la barca, sino
que la luz viene a iluminar desde el cielo. Hay que trabajar sin descanso
porque en unas horas más el calor será insoportable. Tiramos y recogemos redes.
Devolvemos al mar lo que no sirve. La sal, las redes, el esfuerzo, nos dejan
las manos ásperas y lastimadas como las ves. Al atardecer, el camino es rosado
oscuro y en vez de iluminar desde arriba, el horizonte se lo traga casi como si le
hubiera cortado la cabeza al sol. Salen
las estrellas. ¡Hay tantas! Y cuando la luna no se ve, o apenas es un cuerno
plateado y limpio, hay muchas más. Me gusta mirarlas en el silencio que se hace para oír la voz del mar en las
olitas que llegan a la playa parejito, parejito: «ayer, hoy, mañaaaana» parece
decir, y el mañana es siempre más largo.
En ese momento, un hombre entra a la sala.
—Papá, papá— llama la niña tirando
los brazos.
El hombre se detiene a cierta distancia, mira al pescador con
desconfianza. Parece querer interpelarlo, pero interviene la enfermera y
explica la situación.
El clima se vuelve tenso. La mirada de la niña va de uno a otro tratando
de entender.
El pescador apoya distraídamente su regalo en la mesa de luz y se va,
vuelto ya a su infinita tristeza.
La enfermera lo sigue.
—Espéreme —lo llama. Pero el
pescador no responde.
Ahora es ella quien llora:
—Por un momento creí que podíamos hacer de las penas
una buena Navidad.
La niña ve el paquete. Lo abre. Encuentra un muñeco suave, blando, cálido.
Lo abraza:
—Mirá, papá. ¡Era de veras Papá Noel!
Los ruidos y las luces se apagan. La noche se recobra.
Al salir, la enfermera encuentra al pescador esperando.
—Pensé que después de todo su esfuerzo por consolarnos,
no merecía quedarse sola.
—Gracias, venga conmigo. Mi casa es muy fresca. Mañana será un día duro para
usted. Podrá dormir en la terraza y descansar.
—Tal vez.
La mano herida se apoya en el hombro vencido.
¿Brillarán más las Tres Marías?