lunes, 11 de noviembre de 2024

LA VACA

 


Ahora sí, corregido para cumplir con la consigna de 250 palabras.

                                  LA VACA                                                     ______________

 Al alba, cuando la primera claridad se colaba por el techo del establo, saltaba de su jergón y bajaba a saludar a Rosita, su vaca, su compañera.  Le hablaba, la cepillaba, la ordeñaba. Llevaba la leche a la casucha donde dormían madre y  hermanos, daba de comer a las gallinas y luego la sacaba a pastar. En el mundo no había nada más,  nada mejor que sus días con Rosita.

Pero primero  mataron el cerdo.  Luego les robaron la ponedora. Un día dijeron «viene la guerra». Madre vendió a Rosita, cocinó las gallinas y los huevos del día, hizo algunos atados  y subieron a un barco atestado de gente. Nadie lloró. Sólo oyó: «hay que vivir».

Soñaba: Días y días sobre el mar mirando cómo el horizonte iba comiéndose el sol, y temiendo caer en un abismo terrorífico.

Abrazaba  a sus hermanos buscando a Rosita.

Soñaba: Al llegar  cortaron sus trenzas llenas de piojos.

Un día,  madre dijo,

Tienes trabajo. Obedece y calla.

En su eterno sueño, un hombre y una mujer fueron a buscarla. Muy altos, muy rubios, de hablar extraño. En casa, entraron a una caja pequeña que subía sola.  Le dieron de comer,  le mostraron su cama.

Mañana comienzas dijo la mujer.

Al alba  sacudió a sus patrones murmurando

La vaca,  la vaca, ¿Dónde está la vaca?

Pero, ¿Qué dices?

Hay que ordeñar la vaca.

Una risita contenida y burlona la despertó de su  largo sueño: había caído en el infierno. 

(250 pbs.)


sábado, 12 de octubre de 2024

EL TORREÓN DEL VIEJO

 


Queridos compañeros, esta historia se tituló en principio LA REGADERA. Creí tener mis buenos motivos para ello, y pensé que se comprenderían así. Me equivoqué. Isabel, gran compañera y excelente escritora me lo hizo notar. A través de los comentarios de algunos otros vi que no se había hecho  bien la relación entre los posibles motivos del Viejo para matar a su mujer, y el diálogo mantenido entre Tadeo-niño y su madre alrededor de la necesidad de cuidar las flores. Por ese motivo, resolví aceptar la sugerencia de Isabel y cambiarlo por uno mucho más general. Gracias a todos.



Fotos de María Verónica Tomé


Llegó al alba en un amanecer casi sin viento. Apenas lloró, su madre lo llamó Tadeo como agradecimiento y alabanza; su padre estuvo de acuerdo aunque siempre temió haber dejado en la sombra el nombre prohibido por la traición.

Creció como tantos niños de pueblo en el aprendizaje de tareas rurales, descubriendo  la naturaleza toda entre travesuras. El invierno  ceñía a él  y a sus amigos a la escuela y al fogón que muy a menudo era fuente de historias y leyendas repetidas por las memorias imprecisas de los viejos. Al fin del día, Tadeo se sentaba junto al fuego a la espera del dicen que dicen, como él y sus compañeros llamaban a las conversaciones de sus mayores. Las risas, los sentimientos de excitación festiva eran acompañados por las chispas y las toses del fuego; el suspenso, cierta inquietud despertada en las medias palabras del relator se asentaban en los roncos golpes del mar contra los acantilados; el miedo que los empujaba a los brazos maternos estaba ligado al viento furioso y a los truenos.

Al día siguiente, camino de la escuela intercambiaban temblores, sorpresas,  alegrías relatando lo que cada uno había escuchado de sus padres la noche anterior. A veces una historia repetida en todas las casas podía llevar a una pelea  de  muchachos: «Que no, que lo cuentas mal, mi padre dice que tu abuelo inventa, él bien lo sabe porque estuvo presente». «ja, y ¿cómo iba a estar presente tu padre si mi abuelo dice que ni había nacido?» Y así hasta llegar a los golpes o a retomar entre risas el dicen que dicen. Las niñas iban  calladas, o hablándose al oído tomadas del brazo.

Pero la historia  del Torreón del Viejo despertaba la curiosidad y el temor por igual. Era una construcción de piedra semiderruida levantada al borde del acantilado. Todos tenían prohibido acercarse. Se decía que el Viejo había sido un hombre muy rico casado con la muchacha más bella de la región. Tal vez por celos, tal vez tratando de preservar su belleza de los vientos implacables de la zona, la había encerrado durante años. Para unos, ella se había suicidado; para otros fue un accidente al asomarse buscando  algo de sol; para otros aún, el Viejo al ver marchitarse su frescura, la había asesinado.

Según el padre de Tadeo y algunos más, en el Torreón habitaba un demonio que llevaba a los que se acercaban a repetir la tragedia.

—La historia siempre se repite como la naturaleza. Siempre, —decía insistente, pensando en la sombra del nombre de su hijo.

Pero Tadeo no temía a ningún demonio, es más, tampoco creía en ese siempre repetido hasta la obsesión. Desde fines de primavera y durante todo el verano, él y Rocío, su compañera de banco, solían subir hasta el Torreón del Viejo. No entraban, tampoco se acercaban al borde del acantilado, pero jugaban entre las piedras y miraban el sol hundirse en el mar. Tadeo vivía el asombro ante un árbol que había cedido a los vientos la mitad de su tronco sin ramas, pelado como un hueso, para cuidar el crecimiento de su follaje sobre el lado más protegido. No había dejado de crecer. También veía las hierbas  empeñadas en abrirse paso en las fisuras de las paredes de piedra. Cuando al caer la tarde, Rocío sentía frío y se ponía como el árbol de espaldas al mar buscando el camino, él la seguía.

Un día, viendo a su madre regar las flores, preguntó:

—Cuándo se inventó la regadera?

                 —Pero hijo, desde siempre hemos buscado y creado recipientes para regar las hortalizas, las verduras, los frutales, todo lo que comemos…¿Qué pregunta es esa?

No sabía explicarse. Hizo un nuevo intento:

—Sí, pero las flores…No comemos flores. ¿Cuándo empezamos a regarlas?

—Sin embargo las necesitamos tanto como lo que comemos. Cuidar lo bello alimenta el alma.

Creció. Fue a estudiar a la ciudad. Rocío, a un internado. Dejaron de verse.

Él volvía tan sólo durante las vacaciones. A cierta altura del viaje la carretera se desviaba rodeando un fresno solitario en medio de un terreno árido, sin cultivar. Allí aparecían primero las palabras de su padre, y luego casi en oración, las de su madre. Era llegar a casa.

Con el fresco de la tarde, amaba caminar entre  frutales aunque ya hacía un tiempo pandillas de ladrones caían desde los árboles como fruta madura sobre el caminante solitario. Sabía defenderse y llevaba consigo el cuchillo de monte. Cortaba alguna ciruela, un limón para quitarse la sed, y seguía hacia el acantilado.

Nunca había nadie, pero ese atardecer vio una larga sombra sobre la tierra. Apretó el mango del cuchillo, dio un rodeo cuidando no ser oído. «¡Rocío! ¿Qué quiere hacer?», temió al reconocerla mientras se acercaba al borde del acantilado, donde su árbol obstinado seguía rindiendo una mitad para proteger la otra. Con cuidado fue hasta el límite del vacío, sacó su cuchillo y lo dejó caer. La hoja silbó en el viento, chupada por el abismo. Volvió sobre sus pasos para acercarse  a la mujer que miraba el mar sin alarmarla.

            «¡Oh, maravilla, la naturaleza sí daba saltos; y la historia no siempre se repetía.» Alegre y tranquilo, iba limpiándose las manos de la sangre de las ciruelas.

Juntos, bajaron al camino.

(898PLS)


sábado, 21 de septiembre de 2024

LO QUE TRAJO LA PESTE

 





El mundo no la esperaba, acostumbrado como estaba a las guerras y a los avances científicos que curan casi todo. Pero llegó como un cometa violento y apresurado, de elipsis irregular, que envolvió la tierra. Su cabeza brillante nos empujó al aislamiento, nos tapó la boca para el diálogo y como premio nos dejó la brillantez de algunos dispositivos.

Oh, alegría! Pudimos hablarnos, escribirnos y hasta vernos las caras. Pagar cuentas, trabajar,  saludar en fechas olvidadas, desesperarnos por el mal de un ser querido, ni hablar de su muerte. Era genial, no había que poner el cuerpo.

Estábamos más pendientes de ellos que de cualquier mascota. Entonces aparecieron las noticias  del mundo entero; infinitas publicidades  nos acercaban todo al hogar. Trocitos de piezas musicales, de poemas, recetas de cocina;  fotos de amigos y parientes de cuando teníamos otras caras, otros kilos, otro cabello, otra sonrisa, y hasta otro compañero. Supimos de casamientos y divorcios de ignotos personajes, y nunca estuvimos tan cerca de las realezas del mundo. Imágenes e historias que duraban  segundos  y desaparecían. Imposible volver a hallarlas a no ser que muchos, muchos, las hubieran acompañado con el signo de la mano imperial  pulgar hacia arriba, o aquel  corazón rojo que no comprometía ningún amor. 

Al cabo del día  la cola del veloz cometa se deshace en polvo en la oscuridad. De cuanta información creímos tener, no nos queda  más que algún rostro querido grabado  ya desde siempre en el alma.

Y en ese polvo deshecho en el cosmos, de pronto nos diluimos también nosotros mismos, sin meta ni propósito, sin más deseo que volver a la red buscando la ilusión de existir. Eso sí, siempre lo más rápido posible, con la fugacidad de un cometa.


lunes, 17 de junio de 2024

INVESTIGACIÓN EN CURSO

 


 

«¡Qué pesadez, menos mal que abrí una rendija de la ventana! No quisiera levantarme. Hoy es día de lavar escaleras y lustrar la entrada; demasiado pesado para este tiempo. Pero al menos la ventana me ha dado un poco de aire y me ha dejado escuchar a esas pretenciosas del segundo y tercer piso hablando de mí. Que si soy chismosa, que si voy escuchando por los rincones, que si las miro demasiado y soy envidiosa de las cosas que usan. Tampoco ellas se quedan calladas por lo visto, y yo tengo que saber qué pasa en el edificio. Es mi labor cuidar, y ante cualquier desmán llamar a la policía. Verdad es que me atrae todo lo que brilla –uy,  hoy también me tocan los bronces-­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­ pero ¡hay que ver las cadenas, los anillos, las pulseras que usan! ¡Qué calor, qué calor! Parece que me dormí con el abanico en la mano, sin embargo el mío no es negro azulado. Siento como si me fuera reduciendo, un salto y… no, sólo ha sido un saltito. No están mis piernas largas, veo un par de patitas de ave.

Ahora, algo baja por mi vientre, necesito juntar estas sábanas como si fueran ramas, así, así, me apoyo un poco sobre esas rídículas  patitas. No ha sido tanto esfuerzo después de todo: tres huevitos uno tras otro. Peor fue parir mi hijo hace tantos años; pero no sé muy bien qué pasa, qué debo hacer, qué que, qué que, qué que.

¡Qué nervios! Agito y agito este abanico y de pronto estoy volando. Tantos años soñando con volar lejos, bien lejos de esta rutina diaria que aguanto por la futura pensión y porque entre tanto tengo un techo, luego no sé, no sé, no sé dónde moriré. Y así vamos. Me paro sobre mi cómoda y en el espejo aparece un ave blanquinegra de cola y alas azuladas. ¡Soy una urraca!»

Después del primer momento de estupefacción, Adelina empieza a sentirse cómoda en este pequeño cuerpo volador que ya supo poner nada menos que tres huevos. Instintivamente los empolla de a ratos, pero recorrer nuevos espacios con sus alas la empuja a al patio interior al que da su ventana, en busca insectos  entre los canteros con plantas mal cuidadas y colillas, papeles, todo lo que los vecinos arrojan con indiferencia, y ella tiene que limpiar.  Quiere aprovechar  esa nueva forma de libertad. No obstante aún no ha perdido del todo el pensamiento humano, y algunas cosas le preocupan. Ha intentado girar la llave de la puerta de su apartamento con el pico pero no ha podido. Y hoy precisamente nadie la necesita ni reclama una nueva luz para el pasillo, ninguno protesta porque no  ha  barrido ni ha dejado  los periódicos a la entrada de cada apartamento. Es día laborable, tal vez al regresar noten la oscuridad, que no ha sacado las bolsas de residuos; por ahora es libre de volar en el viento y volver a sus encantadores huevitos.

Probando sus alas-abanico y esa cola azul que se abre para hacer de timón, y de la que empieza a presumir, se le ocurre que podría asomarse a alguna de las ventanas de los pisos superiores, quizá pueda alertarlos. Sin embargo, al entrar al cuarto piso halla en el dormitorio de una de sus detestadas chismosas esa cadena de oro que siempre le gustó. Ya se la lleva en el pico y la pone sobre su cama cerca de los huevos. Tanto disfruta de su pequeña venganza que donde encuentra una ventana abierta pasa y se lleva  el reloj del abogado del sexto, la pulsera de la joven del segundo,  ofreciendo regalos a sus próximos pichones. Va y viene de restos de pensamiento humano a acciones instintivas; algo preocupada por su parte Adelina, pero muy contenta como urraca.

Han pasado unos días y ni noticias de la conserje. La entrada del edificio está cada vez más sucia, se acumulan las bolsas de residuos, nadie barre la vereda. Los vecinos se preocupan. Llaman a la puerta. No contesta. Prueban con el móvil. Lo mismo. Temen que le haya pasado “lo peor”. Alguien nota que la ventana no está completamente cerrada y alcanza a ver un pájaro en medio de la cama. «¡Está muerta, hay que llamar a la policía!»

Por fin,  al entrar ven el pájaro entre las ropas revueltas de la cama. El pájaro escapa. Hay tres huevos entre las sábanas y el camisón de Adelina, pero ni señas de ella. No puede haber salido por la ventana por sí misma, alguien la ha raptado. Lo extraño es que la ventana está entera, se abre desde adentro, las llaves de la puertas tanto del acceso al patio como de su apartamento están en el gran llavero que Adelina cuelga semi escondido sobre la pared.  Su ropa  ordenada sobre una silla, y ese camisón convertido en nido, vacío. Adelina no puede haber salido desnuda por la ventana. Si alguien la raptó ¡cómo hizo? ¿Por qué llevarla desnuda? ¿la mataron antes y la llevaron después? Pero no hay signos de lucha, ni sangre, sólo tres huevos de urraca y algunos objetos de los vecinos, -quienes por cierto ya han llegado a la conclusión apresurada que Adelina era ladrona y ha escapado apurada sin llevarse los objetos robados-.

Pero, una y otra vez: ¿desnuda? ¿sin lo robado? ¿cuándo ha sucedido para que haya una urraca haciendo nido sobre la cama? En el barrio nadie ha visto nada. Así comienza una ardua investigación.

La Fiscalía está desconcertada pero supone que debe haber alguna relación entre el caso Adelina y lo ocurrido en la Casa de Gobierno después de los últimos disturbios. El presidente y sus ministros hace meses que no se presentan. Se dice que están de viaje. Todos los empleados han desaparecido  misteriosamente, y a la entrada, quedan solo los gorros y los sables brillantes de los dos granaderos de guardia. En su lugar han crecido dos árboles frondosos donde han hecho nido infinidad de urracas.

Esta solitaria urraca observa desde un árbol, quiere recuperar sus huevos, pero es tarde, los han llevado a ver si encuentran misteriosas y casi imposibles huellas de la conserje o su secuestrador.

Adelina ha oído al detective. Así, su instinto de ave la empuja a volar a donde pueda construir otro nido, a donde pueda encontrar otros brillos.


jueves, 16 de mayo de 2024

CAMINOS ADVERBIALES

 


                                                                        -"el tiempo da vueltas en redondo".
                                                                           Úrsula Iguarán
                                                                           Cien Años de Soledad




 CAMINOS ADVERBIALES

 

Durante las guerras y después, mientras la tierra y los seres humanos se recomponían y volvían a comenzar; cuando  en el sur del mundo un ciego componía certeras imágenes en palabras, él, en otro sendero, fijaba en imágenes reales las más sentidas palabras.

Premiaron al ciego por sus historias imaginarias en una remota isla del Mediterráneo. Su premio conllevaba un deber: elegir a su sucesor y compañero de venturas.

Quien siempre añoró la imagen, lo eligió.

Tras muchas mañanas, llegó la hora.

Cuando fue a recibir el premio, el escritor había muerto en otro de los caminos del tiempo; pero el lugar de recepción era el mismo, y allí al momento de llegar y ver el nombre del hotel, algo corre desde el remoto pasado hasta el presente. El corazón se acelera. Está al borde del llanto. El ciego le ha devuelto su historia desde la primera imagen: ese fue el lugar elegido por sus padres para su viaje de bodas. Allí fue concebido.

166plbs.

La historia es verídica. El escritor Jorge Luis Borges (1899-1986) consideraba a Henri Cartier-Bresson (1908-2004)  el mayor reportero gráfico del siglo XX. Pero Borges, ya muy enfermo, murió antes de poder entregarlo. Fue su viuda María Kodama quien se hizo cargo. La isla es Sicilia. Allí, el nombre del hotel retrotrajo a Cartier- Bresson al momento de su concepción.


lunes, 8 de abril de 2024

HUECOS EN EL AIRE

 


  

                                                                                      



                       HUECOS EN EL AIRE

 

 

 

   Te escribo sin saber por qué. No espero respuesta, pero de algún modo creo que eres la única que puede entenderme. No habrás olvidado esos juegos al borde del mar, cuando veíamos las ondinas en la cresta de la espuma; y otras veces en los montes de eucaliptus, desde los troncos descascarados los duendes nos hacían trampas, escondían tu canasta con frutas o mi bolsa con un sándwich y una pelota. Y todos, ellos y nosotros nos reíamos. Cuando llegaba la tarde, los silfos nos empujaban a casa, y entonces comenzaba el tormento de los juicios. Para vos había una catarata casi aprobatoria de «chica soñadora, fantasiosa, esperemos que no se convierta en una romántica poco práctica.» Para mí, era peor porque nuestros relatos sugerían a mi padre un hijo por demás sensible, afeminado, « incapaz de hacerse cargo de sus deberes de hombre» en una época en la que morirse de hambre como poeta ya ni siquiera valía la pena.

    Te escribo porque sabes que nuestra inocencia fue verdadera, luminosa, capaz de comunicarnos con toda la vida de la tierra.

   En la ciudad, jamás pudimos conectar con esos amigos. Se escondían, se espantaban, huían ante toda la dureza de los ruidos sin fin, y el desprecio humano que ni los reconocía como reales, ni los recordaba como personajes de cuento.

   Te escribo por desesperación,  pensando que tal vez nunca sepas siquiera de estas líneas, ni te importe. Acaso seas ya una señora de ciudad que, riendo, cuente a sus hijos nuestras aventuras y agregue: «pensar que lo creíamos de verdad…»

   Pero no, no te negarías a vos misma. No vos.

   Cuando en el periódica en el que trabajaba me nombraron corresponsal de guerra, y me destinaron a cuanto conflicto bélico hubiere, mi padre por fin, se sintió «tremendamente orgulloso de su hijo», así lo dijo. Yo también.

   Me gustaba el título, el dinero, el viaje, una vaga sensación de peligro no muy consciente, los compañeros ágiles y rápidos con los que corría a los refugios en cuanto sonaban las alarmas, los excesos de alcohol y cigarrillos con los que creíamos estar acompañados. Y las primeras veces, al volver sanos y salvos, mostrar una cierta soberbia ante quienes nos esperaban: «No sabes lo que es estar tan cerca de la muerte.»

   Pero duró poco. En esos lugares uno se endurece por fuera, y se debilita por dentro. He visto morir gente en las guerras, pero miraba los cuerpos que caían. Sólo los cuerpos. Desconocidos, ajenos a mi sentir.

   Fue en una ciudad pequeña donde acababan de caer  dos o tres bombas, una tras otra.  El cielo lleno de humo, el aire viciado de polvo, focos de incendio, edificios destruidos, piedras, vidrios, cemento, cables, metal, todo  el escenario de la ciudad despedazado. ¿Y la gente?

   Entre los escombros un zapato, tela desgarrada, una mano buscando una salida. Sobre ellos, algo como un hueco en el aire, un hueco que recordaba vagamente la forma de un hombre, de un niño, de una mujer en el preciso instante de su muerte; por donde retrocedían hacia la oscuridad seres, pensamientos, sentimientos, voluntades que habrían querido alcanzarnos desde el futuro.  Y un sonido.  

   Traté de escuchar. Eran voces, susurros, llantos entremezclados. Después del pavor, llegaban los sueños truncados, rota la red que va de todo presente al futuro: «¿quién habrá que engendre a mis hijos, y ellos a las generaciones  que debían traer una nueva época?», o «¿en quién hago vivir ahora el calor del amor?» «¡mamá, mamá!». Y a medida que avanzaba gritos de odio, de impotencia, inútiles deseos de venganza.

   En uno de esos huecos, muy cerca del suelo vi un niño de pocos años mirándome muy serio. Abrí los brazos hacia él. Con un desprecio infinito me dio la espalda y desapareció en el aire.

   ¿Qué puedo hacer con esto? No tengo respuesta.

   Perdida la inocencia, los seres de la tierra ya no tienen nada que decirme.

   El director del periódico me ofrece vacaciones en una clínica donde curen mis desvaríos y cambiarme de sección. ¿Modas? No. ¿Política? Menos. Tal vez eventos culturales. Un amigo me incita a que me vaya a meditar al Tibet o algo parecido. El egoísmo de sanar por el olvido, y aquí no ha pasado nada. No son estos los tiempos. Parientes y conocidos compadecen mi sufrimiento sin entender. Después de todo, la vida ha sido siempre así. El problema es que ya no es así. Ha cambiado, mientras nosotros no sabemos cambiar.

   Para los cielos estoy sordo. ¿De qué sirve la conciencia a medias de un solo individuo?

   Es una soledad a la que no le queda ni el clamor.

   Te escribo también porque no quiero morir. La autocompasión es mezquina. Tampoco quiero olvidar. Seré el loco de la mirada fija en el vacío, el que dice oír lo que nadie más oye. Quiero, obstinadamente, tener esperanzas en lo humano, en el tiempo que sigue andando y cambiando, en los que se hacen cargo no solo de su vida, sino también sin saberlo de la historia de los ausentes para que la red se recomponga, vuelva a tejerse entre presente y futuro, entre unos y otros, para que aprendamos a escuchar.

Quizá nunca leas esta carta, sin embargo fuiste la presencia que alguna vez compartió conmigo lo invisible y siempre luminoso de la tierra. Fue un regalo. Te estoy agradecido.

(897Pbs.)

sábado, 23 de marzo de 2024

O QUE E, O QUE E

 


                                                                     A la memoria de Uri Ruiz,

                                                                     A la de Federico Tomé,

                                                 y a mis hermanos Mónica y Miguel.


                                                 O Que E, O Que E

 

 

Apesadumbrada, desconcertada, triste. No entiende lo que le pasa. Lleva en sus manos una cajita con las cenizas de su compañero de vida. Y ahora, ¿qué? No más su voz, no más sus pasos, no más sus rezongos. Un vacío a su alrededor. Eso es todo.

Al llegar a la plaza, se sienta a la mesa de un café sin saber bien por qué. Acaso el sol, o la frescura del aire. Tal vez no querer llegar a casa. Está muy lejos de sí misma. Porque el camarero se acercó y preguntó, pidió un café. Una escena automática: se acerca un camarero y quien está a la mesa dice «un café, por favor». No hay necesidad de pensar.

En la plaza, dos o tres músicos brasileros se ganan el día. Oye: «…é un soplo do Creador…». María Bethania la empuja a su infancia. Todavía oye la voz de su madre callándola cuando toda la familia cantaba a coro y ella era la única que desafinaba. « Saraaa…». Dejó de cantar hasta en la ducha.

Siguió escuchando :«Viver, e n~ao ter vergonha  de ser feliz/ cantar a beleza de ser  un eterno aprendiz/ Eu sei que a vida devia ser  bem melhor, e será/ mais é bonita, e é bonita».

Algo como despertar a un amanecer, la lleva a ponerse de pie, y sigue a los músicos cantando: «mais é bonita, e é bonita».

«Vamos  viejo, a cantar otra vez!»

(246 palbs con el título)


lunes, 12 de febrero de 2024

RAYOS Y CENTELLAS O EL ALMA DIVIDIDA

 


RAYOS Y CENTELLAS O EL ALMA DIVIDIDA

 

 

«¿Estoy muerto? ¿Dónde estaré? ¿Qué son esas paredes con reflejos hirientes como espejos en los que no me veo pero hay sombras, sombras conocidas…»

Mi pobre muchacho, mi querido piel de Judas…

Tranquilícese señora, ha sido un shock muy fuerte pero saldrá adelante, ya verá. ¿Es usted la madre?

Como si lo fuera. Yo lo he criado; siempre fui su niñera a mucha honra, y volveré a serlo si sale de esta.

No es para tanto, es un hombre fuerte. Pero quisiera  preguntarle algunas cosas.

Doctor, lo conozco desde que le cambiaba los pañales.

«Ubaldina…ama Ubaldina, entonces, ¿no estoy muerto?»

Esa cicatriz que tiene a lo largo de la columna, ¿fue algún accidente?

Fue lo mismo que ahora. Es como si todos los rayos del cielo  la tuvieran con él. Tendría ocho años. Sus padres tuvieron que viajar por la muerte del abuelo y lo dejaron conmigo. ¡Era tan travieso!

«Yo también me acuerdo. Fue cuando en una siesta entré al gallinero y con una pajita larga, cada vez que la gallina copetona iba aponer un huevo, yo lo golpeaba un poco y la gallina volvía a absorberlo. Ja, ja, a la tercera vez la gallina me corrió a picotazos. También quise arrancarle los bigotes al gato, pero me rasguñó de arriba abajo. Nunca más me dejó acercarme.»

¿Sabe lo que me hizo una vez? Para entretenerlo de di un cartoncito y un frasco y le enseñé a juntar las hormigas que querían comerse mi rosal y pasarlas al frasco. Estuvo largo rato tranquilo, pero  esa noche  no encontró nada mejor que volcar el frasco lleno de hormigas en mi colchón. Ya se imagina… Así fue como una tarde de truenos y refucilos se me escapó descalzo bajo la lluvia. ¡Ahí tiene usted la firma del rayo! Ya no volvió a ser el mismo.

¿En qué sentido?

«Ah, doctorcito inexperto, si pudiera hablar, yo mismo te lo contaría. ¿Es posible que no conozcas la expresión “que te parta un rayo”? Pues el rayo me partió para siempre. No sólo travieso, malo. Y lo peor es que al rato era un ser sufriente y lloroso por lo que había hecho.  A Martita, la compañera de primaria graciosa, juguetona que se sentaba delante de mí, un día en un descuido de la maestra le corte una de sus trenzas. ¡Pobrecita! Su desesperación y su llanto se metieron en mi alma. Estaba sintiendo todo lo que ella sentía. No podía evitarlo. Era  como si una corriente eléctrica corriera por mi espalda. Empecé a pensar que el mal que hacía era para sentir el dolor del otro. Aunque no por eso dejaba de hacerlo.»

De pronto se ponía a temblar y todos temíamos sus convulsiones que también las hubo, pero muchas veces esos temblores lo llevaban a hacer alguna fechoría como un sonámbulo. Y sin embargo era muy inteligente. Siempre las mejores notas, la universidad coronada en tres años con un Cum Laude en su tesis, aunque le prohibieron participar de los festejos porque según creo el día anterior hizo alguna de la suyas al rector. Parece que fue una gran humillación para el pobre hombre, y a mi niño casi le quitan el título.

Pero ahora quiero preguntar yo: ¿por qué a él solo?  A ningún otro pasajero le pasó absolutamente nada, y el avión llegó intacto.

Estamos investigando. Es posible que las descargas eléctricas  del primer rayo hayan atraído las centellas que rodearon el avión.

Venga, vea estas imágenes de su espalda: ésta es la cicatriz del primer rayo, y aquí arriba, como una nube envolvente, empiezan a aparecer las marcas de las centellas formando como un techo sobre la otra cicatriz. Todavía no sabemos el efecto que causarán en el organismo. Lo tendremos en observación durante unos días antes de darle el alta.

 «Mi fiel ama Ubaldina, cuánto tiempo sin visitarte, sin saber de ti. En cambio tú has estado para mí desde el primer instante. Te oí y me ayudaste a recordar; sentí tu mano en la mía  y empecé a darme cuenta de que las centellas me hicieron un favor.

 

Querido doctor, si me tienes un poco de paciencia –aunque sé que no soy quién para pretenderla- te podré contar yo mismo desde lo profundo de mi corazón y de mis vísceras los efectos de las centellas. Se terminaron temblores, convulsiones y fechorías para tratar de sentir lo que sentían los otros. El rayo que me dejó la espalda y el alma partidas en dos, ha recibido las centellas que se apoyan sobre él y las une. Lentamente la sangre comienza a tejer y a unir mis caminos diestros y siniestros. Dijiste “como un techo”. Te corrijo, lo que ahora se ha formado en mi espalda es una T. Creo que es la T del tiempo que cura a través de un renacimiento. Ya no necesitaré dañar para sentir a los otros. Mañana, acaso pasado cuando pueda hablar, les daré las gracias a ambos cuyas palabras me sirvieron para comprender, cuyas voces me envolvieron como centellas amables alejando los truenos del terror. Mi vida ha comenzado hoy.»

(860 plbs. Con el título)


martes, 9 de enero de 2024

LA PIEDRA NEGRA

 






LA PIEDRA NEGRA

 

Apenas terminado el Gran Diluvio que desapareció un mundo, en las últimas gotas que  brillaban en el aire, rayos de luz se apresuraron a refractarse, para formar el Arco de la Alianza donde brillaran los pensamientos y sentimientos de los hombres transformados por los dioses en los colores del mundo.

Hubo  sin embargo un rayo que se desvió hacia una piedra negra brillante de humedad, y atrapado en ella quedó.

Variaron los marrones de la tierra y los grises de los guijarros donde se alojaron plantas, arbustos, árboles teñidos de todos los verdes de serenidad que buscaron y amaron pájaros y animales.

Crecieron los amarillos, rojos y naranjas que nacían de las alegrías y las fuerzas apasionadas. El azul se oscureció en el cielo para dejar ver las estrellas  y la luna; y se suavizó a la luz del sol para reflejarse en los mares.

Entre tanto, la piedra negra crecía como si quisiera hacerse árbol. Cada vez que las nubes del miedo, la duda, el odio, la desesperación, la pena, los crímenes o la venganza se apoderaban de la cabeza y el corazón de los hombres, la piedra crecía, crecía.

El mundo la contemplaba con temor reverencial sin saber qué hacer con ella. Sin entenderla, sin  conmoverse.

Pero una vez, en el momento exacto en el que la noche se aparta,  la piedra se abrió rugiendo su dolor. De ella escapó un prístino rayo de luz creando para siempre la blancura del alba.

 

(249plbs. con el título)