«—¿De quién hablan, mamá, Yaya?
—De nadie. Nada. ¿Por qué?
—No, nada. Pusieron voz rara.
—¿Rara cómo?
—Como de secreto.
—Las niñas no
deben escuchar las conversaciones de los mayores.»
—Tal como te lo cuento. Durante años. Era un
susurro de verano. A la hora de la siesta, cuando se suponía que los chicos
dormíamos. Sé que escuchaba un nombre de mujer, pero nunca entendí bien o lo olvidé. Murió
la Yaya y nunca más oí a mi madre hablar con nadie de ese modo. Pero hasta
pasados mis veinte años soñé con la mujer de esta foto, diciéndome «pregunten a
Juan Diego». Mi madre me dijo que en la
quinta de su abuelo había un indio que cuidaba los caballos llamado así. Nada
más.
¡Yo que creía que eran solo sueños, y
la dama estaba entre fotos, cartas, encajes, en el arcón! ¡No hay como mudarse para que
empiecen a aparecer fantasmas todos los días! Debería tirarla ¿no? Si no sé
quién es ¿para qué guardarla?
—¿Pero, no querrías averiguar al menos con
quién soñaste tantos años? Decís que esta mudanza es un cambio de vida. Sería
bueno saber qué dejás atrás.
—No, no.
Tuvo que ver con abuelos o tíos
pero no conmigo, ya está. Mi tema es Dalmiro que quiere hijos ya, y yo después
de ese embarazo perdido no me siento capaz de cuidarlos.
—¿Y los sueños?
—Sueños son, como dijo Calderón. Tal vez a mis
veinte años cuando todos estaban vivos, habría sido bueno buscar a Juan Diego y
preguntarle por esta mujer. Aunque como
de costumbre, nadie preguntaba nada. Era más alta que mi Yaya, pero se le
parece ¿no? Pasame esa caja. Cartas,
documentos, tarjetas postales. ¡Esto es la vida eterna!
Una catarata de lágrimas. Ángela la
abraza.
—¿Qué pasa?
—Es un agobio terrible. ¿Será la vieja historia de la niña enamorada
del sirviente? Pero, ¿por qué decía «pregunten a Juan Diego», y no « me dejó»
o « me sedujo», por ejemplo?
—Creo que ese indio debía saber algo que por
algún motivo calló muy bien. ¿No queda
nadie de la familia de tu Yaya?
—Sí, tengo una tía abuela que ya está muy
mayor, pero quizá su hija sepa algo o pueda preguntarle. Ya veré. Tengo mucho
que resolver antes del viaje. Mudarme, dejar el poder para la venta de la casa,
ordenar lo que queda y lo que haya que
pagar mientras no estoy. Es mucho. Dalmiro se queda con la gata. También a ella
la abandono. No sé si algún día
aprenderé a cuidar.
—Basta con eso. A dormir.
A pesar del cansancio, Leonor no
duerme. Al amanecer se abalanza sobre la caja de cartas y postales como si la
vida le fuera en ello. La cosecha es prometedora: Una foto en sepia ya muy
borrosa de cuatro criaturas, tres niñas
y un varón de ojos tristes vestidos de luto, apenas un encaje blanco en los
cuellos. Hay otra del bisabuelo con botas y fusta en mano a punto de montar un
caballo que un niño de rasgos indígenas sostiene de las riendas. «Este debe ser Juan Diego, parece menor que los hermanos.» piensa. Se impacienta. Quiere vaciar la caja de una
vez y al mismo tiempo leer todas las cartas y postales. Hay una con un paisaje
marítimo dirigida a Rita y firmada por su abuela:
“Cuidado
Rita. Acordate de Amalia.” Nada más.
En el fondo de la caja, un sugestivo sobre azul. Hay una comunicación de la
Superiora de un convento donde renuncia a hacerse cargo de alguien que no menciona, e invita al bisabuelo
a ir a aclarar la situación; también hay
un certificado con sellos y firmas
municipales donde consta una donación al hospicio de la ciudad. La fecha es pocos días después de la carta de la monja.
Es hora de ver a Rita con sus descubrimientos en la mano.
Ante la foto de los niños, Rita
suspira,
—El luto por mamá.
Después Leonor muestra la postal.
—Nada, mujer. No recuerdo. Pavadas de
adolescentes.
—Pero, ¿quién era Amalia?
—La mayor. No la recuerdo. Yo era muy niña
cuando se fue.
—¿A dónde Rita, por favor? Mirá, traigo una
carta de un convento dirigida al Tata, ¿sabés algo?
—Ahora que pienso, una vez oímos al Tata gritar
enojado como nunca encerrado en su escritorio. Creo que Amalia estaba con él.
Aullaba algo como: «Estás loca, es mi amigo, ni más ni menos que el Presidente ¿cómo
pretendés que te crea? ¡Mentirosa! ¡Mi hija una mujerzuela loca! » Al día siguiente Amalia no estaba más. Sé que Delia, tu abuela, le
mandaba cosas con Juan Diego una o dos veces al mes, pero la última vez el
indio no volvió. No supimos más de él. Dejá el pasado en paz.
—No puedo, tía. He soñado con esta adolescente como con nadie en mi vida.
El convento ya no existe. Queda el
hospicio.
Va, determinada, temblando. Consigue
que busquen en los archivos. Finalmente encuentra una carpeta con el nombre de
la tía abuela perdida.
Fecha ilegible: Menor de edad. Signos de recién parida. Delirios de grandeza. Se cree
amante de un Presidente y lo hace padre del hijo que no trae con ella.
Otra hoja, otra letra, otra tinta: Actual delirio, «Juan Diego sabe.
Pregúntenle.»
Defunción (otro borrón de tinta): Intoxicación. Nadie reclama el cuerpo.