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De acuerdo a
la propuesta de David Rubio Sanchez para este mes, elegí mencionar ya desde el
título dos espléndidas narraciones de Poe. Considero El Alce como uno de sus
más bellos cuentos y quise contraponerlo al Demonio de la Perversidad que está
en la línea del terror gótico solicitado.
Tengo frío, mucho frío. Consigo lo que he buscado, no
lo que ansié.
Siempre me gustó leer, uno de los motivos de mofa de
mi patrón, pero eso ya no importa. Recuerdo un cuento que en su momento me
pareció la perfecta descripción de la belleza en la paz. Hacia el final de la
historia, un alce tranquilo, manso surgía en el paisaje; llegaba un hombre con un puñado de sal en la
mano, se lo ofrecía mientras le pasaba un lazo por la cabeza y se lo llevaba.
Recuerdo también haber ansiado con todas mis fuerzas que llegara un momento en
mi vida en el que alguien me ofreciera un puñado de sal y yo me dejara llevar.
Pero en mi sangre siempre ha podido más el demonio de la perversidad.
Éramos una familia pobre de varios hijos. Comencé a
trabajar muy pronto en una carnicería grande de nuestra vecindad que abastecía
casas de gente rica. Nunca sabré si fue mi padre quien pidió trabajo para mí, o
si fue el carnicero quien le pidió un chiquilín que lo ayudara. Según los días
y el humor de mi patrón, la historia se repetía de distintas formas: “Te traje
para enseñarte y darte de comer porque me daba pena verte tan mal alimentado”;
o bien “No sé por qué tuve que creerle a tu padre que servías para algo”. Esas
frases eran preámbulo de burlas y descalificaciones constantes. Otra de sus
supuestas bromas era usar su enorme cuchillo, que hacía bailar en el aire con
habilidad asombrosa, para asustarme o ponerme en ridículo. Llegó al extremo de
desprenderme el pantalón con la punta del cuchillo delante de la hija de una
cliente que era mi compañera de escuela. Jamás odié tanto a alguien.
Pero para vengarme no podía contar con un físico casi
esmirriado contra un hombrón capaz de cargar media res sobre sus espaldas.
Debía pensarlo bien y planearlo de modo que nadie pudiera descubrirme. Por otra
parte, en mi cabeza resonaba siempre la voz de mi madre: “Aprende a respetar al
menos. Piensa que gracias a que cada día traes algo de lo que le ha sobrado de sus
ventas, podemos comer mejor.” Las sobras para los perros, eso nos daba. Más
resonaban las palabras de mi madre, más y más el demonio de la perversidad se
apoderaba de mi alma. El alce se iba borrando de mi memoria.
Con el tiempo, el trabajo de mi padre fue mejorando.
Dejé la carnicería y pude terminar mis estudios. Aquella época pertenecía a un
pasado doloroso que parecía quedar atrás. Un día, pasando en bicicleta frente a
la carnicería, lo vi afanándose en la cerradura de la puerta del enorme
congelador donde se guardaban las reses. Frené en seco. Algo me dijo que allí
estaba la clave de mi venganza. Lo saludé amablemente y le pregunté qué hacía.
Me dijo que esa puerta era muy pesada y se cerraba con excesiva facilidad, lo
que la convertía en un peligro para quien entraba al congelador, de modo que
estaba modificando la cerradura. Le ofrecí ayuda y observé todo el proceso
grabando cada paso con mucha precisión.
Dejé pasar algo más de un mes. Que se sintiera seguro de su trabajo, que se relajara; que se olvidara de haberme visto.
Aproveché una noche de un domingo de invierno, cuando
según sus costumbres pasaba la tarde bebiendo junto al fuego y maltratando a su
mujer, para colarme por la entrada secreta que yo conocía bien, y con sumo
cuidado deshacer paso a paso su seguro en la cerradura. Una vez comprobado el resultado, me fui.
Dio la casualidad o mi demonio –de ningún modo puedo
hablar de la Providencia- que quizás el frío y la culpa me enfermaran. Estuve
varias noches delirando. Mi madre me dijo que repetía una sola frase: “Las
ratas merecen morir.” Días más tarde mi padre trajo la noticia. La puerta se
había cerrado, no pudo abrirla. Se enteraron muchas horas después, cuando su
mujer vio que no volvía. Como nadie sabía de su preocupación y del trabajo que
se había tomado, la policía interpretó su muerte como un accidente. Yo llevaba
varios años sin trabajar allí, además había estado en cama al cuidado de mi
madre. Nunca habría sido un sospechoso.
Había triunfado sobre mi enemigo y sobre el mundo. Durante unos meses me sentí exultante, poderoso. El único acto creador del hombre es el crimen, la procreación es obra de la naturaleza, me decía riendo. Sin embargo, mi exaltación duró poco. La perversidad misma me empujaba a contarle al mundo mi proeza.
¿Quién no quiere envanecerse de su obra ante los
demás? De haber sido así, en cierta forma habría recuperado al alce al
entregarme a la justicia, pero creyéndome Creador también creció el orgullo. Hoy, nadie está a mi altura como para merecer castigarme. Solo yo puedo hacerlo. Elijo la muerte de mi víctima.
No puedo dejar de temblar. Mi sangre se congela en la perversidad.
He enviado por correo (no sea que se apresuren a
buscarme) una carta a mi madre. Al menos así me encontrarán y podrán
enterrarme. Ella sabrá si entregarla a la justicia. Esta vez me dejaré llevar.
Le pido también que, en lugar del acostumbrado puñado
de tierra, eche sobre mi féretro un puñado de sal.