Elvira, todavía débil por varios días de cama durante
los que solo ha probado algo de sopa que la portera le alcanza para luego volver al sueño, se levanta
tropezando.
La ventana del living golpea entre el viento y los infructuosos saltos de la gata tratando de
cazar una paloma. Es por donde se asoma
al mundo, sol, lluvia y su vecino Antonio. Enferma, ha soñado con él.
Se encuentran en el mercado, y él es tan caballero que carga su canasta de compras.
A menudo cruza la calle con una silla para sentarse junto a Elvira a mirar el
atardecer.
Ella piensa que ninguno invita al otro a su casa por aquello de «pueblo
chico, infierno grande», pero qué bueno sería tomar unos vinos que suelten la
lengua y los recuerdos.
Antes de cerrar, ve luz enfrente: Antonio está abrazado al cuello de
un joven que lo empuja suavemente hacia la cama mientras le desabrocha los pantalones
que se deslizan.
Ahoga un grito, quiere llamar a la policía. No
recuerda el número de urgencias. Tremendas imágenes bailan ante sus ojos.
Vuelve a la cama, a su cansancio mortal.
Por la mañana, Elvira pregunta:
—¿Qué
sabe de don Antonio?
—¡Pobrecito,
estuvo gravísimo! Diga que el hijo vino a cuidarlo hasta que recupere fuerzas.
Ya a solas, Elvira oculta la cabeza bajo la almohada con el quejidito continuo de
una niña que se ha orinado. No sabe cómo esconder la vergüenza de sus propios
pensamientos.