—¿A dónde? Hay solo ruinas de un viejo convento junto al río. ¿A qué
quiere ir allí, abuelo?
—A morir. Ese
es el lugar donde debí morir.
Los nietos del zambo Cabral se apenan,
sacuden la cabeza como diciendo «delira»; suspiran, pero buscan un carro en el
que acomodan algo de paja para llevarlo.
Ágil, silencioso y rápido como su
padre, ensartaba los peces de un golpe, y con apenas un reflejo sabía esquivar
yacarés y lampalaguas. De su madre tenía el color, dientes blanquísimos y una
voz que atravesaba la selva a la hora de cantar. Había sido reclutado para formar el
Regimiento de Granaderos a Caballo que iba a luchar por la independencia. El
orgullo de acompañar al Coronel San Martín en la batalla se le escapaba en la
luz de su sonrisa. En Buenos Aires desdeñó las críticas que despertaba su jefe.
Juró defenderlo a muerte.
Dos días antes de partir para San
Lorenzo, unas fiebres malignas se apoderaron de varios soldados. El médico no
supo diagnosticarlas pero aconsejó que no fueran de la partida.
En San Lorenzo, a poco de amanecer,
las bombardas enemigas disparan sin descanso. Una da en el caballo de San
Martín. Preso por el animal, se defiende hasta que tres soldados enemigos lo
rematan a bayonetazos.
Las derrotas no se cantan.
Cabral
salió de sus fiebres consumido y triste. No fue soldado. Cada amanecer, como en
una oración repetía: «debí estar ahí, debí estar ahí.»
El punto Jonbar es la supuesta enfermedad de
Juan Bautista Cabral. Ningún otro soldado es bastante rápido para interponerse
entre San Martín y sus enemigos. De haber muerto San Martín, la independencia sudamericana se
hubiera dado en condiciones muy distintas quién sabe cuánto después. Y jamás se habría escrito la Marcha
de San Lorenzo.
Zambos se llamaba a los hijos de indígenas y africanos.