Te escribo sin saber por qué. No espero respuesta,
pero de algún modo creo que eres la única que puede entenderme. No habrás
olvidado esos juegos al borde del mar, cuando veíamos las ondinas en la cresta
de la espuma; y otras veces en los montes de eucaliptus, desde los troncos
descascarados los duendes nos hacían trampas, escondían tu canasta con frutas
o mi bolsa con un sándwich y una pelota. Y todos, ellos y nosotros nos reíamos.
Cuando llegaba la tarde, los silfos nos empujaban a casa, y entonces comenzaba el
tormento de los juicios. Para vos había una catarata casi aprobatoria de «chica
soñadora, fantasiosa, esperemos que no se convierta en una romántica poco
práctica.» Para mí, era peor porque nuestros relatos sugerían a mi
padre un hijo por demás sensible, afeminado, « incapaz de hacerse cargo de sus
deberes de hombre» en una época en la que morirse de hambre como poeta ya ni
siquiera valía la pena.
Te escribo porque sabes que nuestra inocencia fue
verdadera, luminosa, capaz de comunicarnos con toda la vida de la tierra.
En la ciudad, jamás pudimos conectar con esos amigos.
Se escondían, se espantaban, huían ante toda la dureza de los ruidos sin fin, y
el desprecio humano que ni los reconocía como reales, ni los recordaba como
personajes de cuento.
Te escribo por desesperación, pensando que tal vez nunca sepas siquiera de
estas líneas, ni te importe. Acaso seas ya una señora de ciudad que, riendo,
cuente a sus hijos nuestras aventuras y agregue: «pensar que lo creíamos de
verdad…»
Pero no, no te negarías a vos misma. No vos.
Cuando en el periódica en el que trabajaba me nombraron
corresponsal de guerra, y me destinaron a cuanto conflicto bélico hubiere, mi
padre por fin, se sintió «tremendamente orgulloso de su hijo», así lo dijo. Yo
también.
Me gustaba el título, el dinero, el viaje, una vaga
sensación de peligro no muy consciente, los compañeros ágiles y rápidos con los
que corría a los refugios en cuanto sonaban las alarmas, los excesos de alcohol
y cigarrillos con los que creíamos estar acompañados. Y las primeras veces, al volver sanos y salvos, mostrar una cierta soberbia ante quienes nos esperaban: «No
sabes lo que es estar tan cerca de la muerte.»
Pero duró poco. En esos lugares uno se endurece por fuera, y se debilita
por dentro. He visto morir gente en las guerras, pero miraba los cuerpos que
caían. Sólo los cuerpos. Desconocidos, ajenos a mi sentir.
Fue en una ciudad pequeña donde acababan de caer dos o tres bombas, una tras otra. El cielo lleno de humo, el aire viciado de
polvo, focos de incendio, edificios destruidos, piedras, vidrios, cemento,
cables, metal, todo el escenario de la
ciudad despedazado. ¿Y la gente?
Entre los escombros un zapato, tela desgarrada, una mano buscando una
salida. Sobre ellos, algo como un hueco en el aire, un hueco que recordaba
vagamente la forma de un hombre, de un niño, de una mujer en el preciso
instante de su muerte; por donde retrocedían hacia la oscuridad seres,
pensamientos, sentimientos, voluntades que habrían querido alcanzarnos desde el
futuro. Y un sonido.
Traté de escuchar. Eran voces, susurros, llantos entremezclados. Después
del pavor, llegaban los sueños truncados, rota la red que va de todo presente
al futuro: «¿quién habrá que engendre a mis hijos, y ellos a las generaciones que debían traer una nueva época?», o «¿en
quién hago vivir ahora el calor del amor?» «¡mamá, mamá!». Y a medida que
avanzaba gritos de odio, de impotencia, inútiles deseos de venganza.
En uno de esos huecos, muy cerca del suelo vi un niño de pocos años
mirándome muy serio. Abrí los brazos hacia él. Con un desprecio infinito me dio
la espalda y desapareció en el aire.
¿Qué puedo hacer con esto? No tengo respuesta.
Perdida la inocencia, los seres de la tierra ya no tienen nada que
decirme.
El director del periódico me ofrece vacaciones en una clínica donde
curen mis desvaríos y cambiarme de sección. ¿Modas? No. ¿Política? Menos. Tal
vez eventos culturales. Un amigo me incita a que me vaya a meditar al Tibet o
algo parecido. El egoísmo de sanar por el olvido, y aquí no ha pasado nada. No
son estos los tiempos. Parientes y conocidos compadecen mi sufrimiento sin
entender. Después de todo, la vida ha sido siempre así. El problema es que ya
no es así. Ha cambiado, mientras nosotros no sabemos cambiar.
Para los cielos estoy sordo. ¿De qué sirve la conciencia a medias de un
solo individuo?
Es una soledad a la que no le queda ni el clamor.
Te escribo también porque no quiero morir. La autocompasión es mezquina.
Tampoco quiero olvidar. Seré el loco de la mirada fija en el vacío, el que dice
oír lo que nadie más oye. Quiero, obstinadamente, tener esperanzas en lo humano,
en el tiempo que sigue andando y cambiando, en los que se hacen cargo no solo de
su vida, sino también sin saberlo de la historia de los ausentes para que la
red se recomponga, vuelva a tejerse entre presente y futuro, entre unos y otros, para que aprendamos a
escuchar.
Quizá nunca leas esta carta, sin embargo fuiste la presencia que alguna
vez compartió conmigo lo invisible y siempre luminoso de la tierra. Fue un
regalo. Te estoy agradecido.