Cuentan que
hace muchísimos años, no muy lejos de aquí, había una ciudad tan gris y triste
que ni el sol lograba darle verdadero calor. Se la conocía como "la ciudad sombría".
Un monumento
de acero en el centro de la plaza representaba un hombre gigantesco sentado
sosteniendo un rifle, la primera liebre muerta por ese rifle, y sobre el lado
izquierdo, un perro echado. Ambos animales yacían embalsamados en el Museo del
Fundador, como modelos de lo que había hecho toda su vida: endurecer todo
temblor, anular cualquier aliento; atar las ramas de los árboles para que el
viento no fuera capaz de variar sus formas.
Los diseños
de las calles y las casas también
colgaban de las paredes del museo, y si uno miraba bien, todo era tal cual lo
había planificado: las verjas blancas todas iguales, las puertas y ventanas en
el mismo lugar con cortinas inmóviles, jardines de pasto que se mantenía siempre a la
misma altura, pero ni una planta cuyas ramas pudieran moverse con el viento o
cuyas flores crecieran dispares cada año. Cables y postes rígidos y el arroyo
entubado. Se suprimía todo aquello que mostraba el hálito de la vida.
Antes de
morir, el hombre de acero logró
implantar algunos criterios en la comunidad que se transmitieron de generación en generación:
Todo lo que
se mantiene inmóvil es bueno.
Todo lo que
tiembla es malo.
Todo lo que
crece, cambia y muere es peligroso.
Todo lo
rígido es bello.
Así ocurrió
que lo necesario para la vida diaria se traía envasado de otros lugares, y
nadie vio nunca un pollo o un cerdo vivos. La gente se saludaba desde lejos.
Los pocos niños que allí nacieron fueron enviados a estudiar lejos. Todo era
gris, duro, frío.
Pasados los
años, la ciudad moría idéntica a sí misma.
Rápidamente
se buscaron culpables.
Muy lejos
del centro, sobre los límites de la ciudad, vivía una mujer medianamente joven
con cuatro niños pequeños de muy distintos tonos de piel. Nadie sabía si eran sus hijos ni de dónde
habían venido. Así, algunos los consideraban “hijos de la prostituta”; otros
“los abandonados de Dios”; había quien los llamaba “los hijos del infierno”, aunque
algún inocente creía que habían llegado gateando, perdidos, y que la mujer los
había acogido. Las familias de bien jamás permitieron que los suyos se acercaran a “los abandonados de Dios”, ya que
no respondían a ninguna de las reglas consideradas decentes. Pues contra todo
lo establecido, en esa casa todo temblaba, todo era movimiento, risas y aires
nuevos. Se decía que esos niños eran capaces de hablar con los animales y hasta
volar lejos con algunos pájaros. Sí, debían ser ellos los enemigos del pueblo.
Pero, ¿quién
se atrevería a enfrentar el temblor? ¿Con qué armas? Una cosa es matar liebres,
y otra matar niños. Ninguna ley lo permitía, y en el fondo nadie quería
semejante cosa.
Algunos
valientes pintaron pancartas reclamando que la mujer se fuera con sus criaturas.
Mientras les alcanzó el coraje, las sostuvieron inmóviles frente a la casa sin
acercarse demasiado. En otro esfuerzo, las dejaron clavadas en tierra, y se
marcharon corriendo.
Los niños
estaban estupefactos. Por un buen rato quedaron atrapados en el silencio y la
inmovilidad de sus contrincantes. ¿Serían
ellos las nuevas estatuas? Alguno lloró. Ninguno durmió.
Al amanecer,
cientos de gorriones bulliciosos llegaron en una infinita conversación.
Entonces escucharon, volvieron a reír y
aceptaron.
Con ayuda de
los pájaros desataron las ramas apretadas de los árboles, y las dejaron al temblor
del viento. Cayeron las viejas hojas en desorden, se desprendieron las semillas a su alrededor. Perros y gatos
cavaron la tierra donde los niños plantaron flores de su jardín. ¿De dónde sacaron fuerzas estas
criaturas? Lo cierto es que lograron romper parte del entubado del arroyo para
que se lo oyera correr por su viejo cauce.
Cuando la ciudad despertó, sus habitantes ensordecieron ante toda la
vida que surgía.
Primero fue
el terror. Llegaban la destrucción y la muerte.
Sin embargo,
alguien se animó a abrir la ventana. Tanto aire moviéndose entre los árboles le
gustó. Otro descubrió que los colores de las flores recién plantadas lucían muy
bien en su jardín, y los que vivían cerca del arroyo sacaron sus hamacas para
moverse al ritmo del agua.
La
estatua del fundador quedó bañada en excrementos de pájaros. No hubo quien la limpiara. La primavera
trajo también la risa, la charla, el agradecimiento. Pero los niños misteriosos
y la mujer que los cuidaba no habían vuelto a dejarse ver.
Un buen día cinco
colibríes de muy diversos colores libaron en las flores de la plaza y hasta se
bañaron en la fuente en una danza maravillosa.
Desde
entonces, en el tiempo del rebrote la ciudad festeja el día del ”Canto de la
fuente” cuando todo el pueblo se acerca a esperar a cinco colibríes que llegan puntualmente a regalar la danza del
temblor.