Llegó al alba en un amanecer casi sin viento. Apenas lloró, su madre lo llamó Tadeo como agradecimiento y alabanza; su padre estuvo de acuerdo aunque siempre temió haber dejado en la sombra el nombre prohibido por la traición.
Creció como tantos niños de pueblo en el
aprendizaje de tareas rurales, descubriendo
la naturaleza toda entre travesuras. El invierno ceñía a él
y a sus amigos a la escuela y al fogón que muy a menudo era fuente de
historias y leyendas repetidas por las memorias imprecisas de los viejos. Al
fin del día, Tadeo se sentaba junto al fuego a la espera del dicen que dicen, como él y sus
compañeros llamaban a las conversaciones de sus mayores. Las risas, los
sentimientos de excitación festiva eran acompañados por las chispas y las toses
del fuego; el suspenso, cierta inquietud despertada en las medias palabras del
relator se asentaban en los roncos golpes del mar contra los acantilados; el
miedo que los empujaba a los brazos maternos estaba ligado al viento furioso y
a los truenos.
Al día siguiente, camino de la escuela
intercambiaban temblores, sorpresas,
alegrías relatando lo que cada uno había escuchado de sus padres la
noche anterior. A veces una historia repetida en todas las casas podía llevar a
una pelea de muchachos: «Que no, que lo cuentas mal, mi padre dice que tu abuelo inventa, él
bien lo sabe porque estuvo presente». «ja, y ¿cómo iba a estar presente tu
padre si mi abuelo dice que ni había nacido?» Y así hasta llegar a los
golpes o a retomar entre risas el dicen
que dicen. Las niñas iban calladas,
o hablándose al oído tomadas del brazo.
Pero la historia del Torreón del Viejo despertaba la
curiosidad y el temor por igual. Era una construcción de piedra semiderruida
levantada al borde del acantilado. Todos tenían prohibido acercarse. Se decía
que el Viejo había sido un hombre muy rico casado con la muchacha más bella de
la región. Tal vez por celos, tal vez tratando de preservar su belleza de los
vientos implacables de la zona, la había encerrado durante años. Para unos,
ella se había suicidado; para otros fue un accidente al asomarse buscando algo de sol; para otros aún, el Viejo al ver
marchitarse su frescura, la había asesinado.
Según el padre de Tadeo y algunos más, en el
Torreón habitaba un demonio que llevaba a los que se acercaban a repetir la
tragedia.
—La historia siempre se repite como
la naturaleza. Siempre, —decía insistente, pensando en la sombra del nombre
de su hijo.
Pero Tadeo no temía a ningún demonio, es más,
tampoco creía en ese siempre repetido
hasta la obsesión. Desde fines de primavera y durante todo el verano, él y
Rocío, su compañera de banco, solían subir hasta el Torreón del Viejo. No
entraban, tampoco se acercaban al borde del acantilado, pero jugaban entre las
piedras y miraban el sol hundirse en el mar. Tadeo vivía el asombro ante un
árbol que había cedido a los vientos la mitad de su tronco sin ramas, pelado
como un hueso, para cuidar el crecimiento de su follaje sobre el lado más
protegido. No había dejado de crecer. También veía las hierbas empeñadas en abrirse paso en las fisuras de
las paredes de piedra. Cuando al caer la tarde, Rocío sentía frío y se ponía
como el árbol de espaldas al mar buscando el camino, él la seguía.
Un día, viendo a su madre regar las flores,
preguntó:
—Cuándo se inventó la regadera?
—Pero hijo, desde siempre
hemos buscado y creado recipientes para regar las hortalizas, las verduras, los
frutales, todo lo que comemos…¿Qué pregunta es esa?
No sabía explicarse. Hizo un nuevo intento:
—Sí, pero las flores…No comemos
flores. ¿Cuándo empezamos a regarlas?
—Sin embargo las necesitamos tanto
como lo que comemos. Cuidar lo bello alimenta el alma.
Creció. Fue a estudiar a la ciudad. Rocío, a
un internado. Dejaron de verse.
Él volvía tan sólo durante las vacaciones. A
cierta altura del viaje la carretera se desviaba rodeando un fresno solitario
en medio de un terreno árido, sin cultivar. Allí aparecían primero las palabras
de su padre, y luego casi en oración, las de su madre. Era llegar a casa.
Con el fresco de la tarde, amaba caminar
entre frutales aunque ya hacía un tiempo
pandillas de ladrones caían desde los árboles como fruta madura sobre el
caminante solitario. Sabía defenderse y llevaba consigo el cuchillo de monte.
Cortaba alguna ciruela, un limón para quitarse la sed, y seguía hacia el
acantilado.
Nunca había nadie, pero ese atardecer vio una
larga sombra sobre la tierra. Apretó el mango del cuchillo, dio un rodeo
cuidando no ser oído. «¡Rocío! ¿Qué quiere hacer?», temió al reconocerla
mientras se acercaba al borde del acantilado, donde su árbol obstinado seguía
rindiendo una mitad para proteger la otra. Con cuidado fue hasta el límite del vacío,
sacó su cuchillo y lo dejó caer. La hoja silbó en el viento, chupada por el
abismo. Volvió sobre sus pasos para acercarse a la mujer que miraba el mar sin alarmarla.
«¡Oh, maravilla, la
naturaleza sí daba saltos; y la historia no siempre se repetía.» Alegre y
tranquilo, iba limpiándose las manos de la sangre de las ciruelas.
Juntos, bajaron al camino.
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