sábado, 12 de octubre de 2024

LA REGADERA

 



Llegó al alba en un amanecer casi sin viento. Apenas lloró, su madre lo llamó Tadeo como agradecimiento y alabanza; su padre estuvo de acuerdo aunque siempre temió haber dejado en la sombra el nombre prohibido por la traición.

Creció como tantos niños de pueblo en el aprendizaje de tareas rurales, descubriendo  la naturaleza toda entre travesuras. El invierno  ceñía a él  y a sus amigos a la escuela y al fogón que muy a menudo era fuente de historias y leyendas repetidas por las memorias imprecisas de los viejos. Al fin del día, Tadeo se sentaba junto al fuego a la espera del dicen que dicen, como él y sus compañeros llamaban a las conversaciones de sus mayores. Las risas, los sentimientos de excitación festiva eran acompañados por las chispas y las toses del fuego; el suspenso, cierta inquietud despertada en las medias palabras del relator se asentaban en los roncos golpes del mar contra los acantilados; el miedo que los empujaba a los brazos maternos estaba ligado al viento furioso y a los truenos.

Al día siguiente, camino de la escuela intercambiaban temblores, sorpresas,  alegrías relatando lo que cada uno había escuchado de sus padres la noche anterior. A veces una historia repetida en todas las casas podía llevar a una pelea  de  muchachos: «Que no, que lo cuentas mal, mi padre dice que tu abuelo inventa, él bien lo sabe porque estuvo presente». «ja, y ¿cómo iba a estar presente tu padre si mi abuelo dice que ni había nacido?» Y así hasta llegar a los golpes o a retomar entre risas el dicen que dicen. Las niñas iban  calladas, o hablándose al oído tomadas del brazo.

Pero la historia  del Torreón del Viejo despertaba la curiosidad y el temor por igual. Era una construcción de piedra semiderruida levantada al borde del acantilado. Todos tenían prohibido acercarse. Se decía que el Viejo había sido un hombre muy rico casado con la muchacha más bella de la región. Tal vez por celos, tal vez tratando de preservar su belleza de los vientos implacables de la zona, la había encerrado durante años. Para unos, ella se había suicidado; para otros fue un accidente al asomarse buscando  algo de sol; para otros aún, el Viejo al ver marchitarse su frescura, la había asesinado.

Según el padre de Tadeo y algunos más, en el Torreón habitaba un demonio que llevaba a los que se acercaban a repetir la tragedia.

—La historia siempre se repite como la naturaleza. Siempre, —decía insistente, pensando en la sombra del nombre de su hijo.

Pero Tadeo no temía a ningún demonio, es más, tampoco creía en ese siempre repetido hasta la obsesión. Desde fines de primavera y durante todo el verano, él y Rocío, su compañera de banco, solían subir hasta el Torreón del Viejo. No entraban, tampoco se acercaban al borde del acantilado, pero jugaban entre las piedras y miraban el sol hundirse en el mar. Tadeo vivía el asombro ante un árbol que había cedido a los vientos la mitad de su tronco sin ramas, pelado como un hueso, para cuidar el crecimiento de su follaje sobre el lado más protegido. No había dejado de crecer. También veía las hierbas  empeñadas en abrirse paso en las fisuras de las paredes de piedra. Cuando al caer la tarde, Rocío sentía frío y se ponía como el árbol de espaldas al mar buscando el camino, él la seguía.

Un día, viendo a su madre regar las flores, preguntó:

—Cuándo se inventó la regadera?

                 —Pero hijo, desde siempre hemos buscado y creado recipientes para regar las hortalizas, las verduras, los frutales, todo lo que comemos…¿Qué pregunta es esa?

No sabía explicarse. Hizo un nuevo intento:

—Sí, pero las flores…No comemos flores. ¿Cuándo empezamos a regarlas?

—Sin embargo las necesitamos tanto como lo que comemos. Cuidar lo bello alimenta el alma.

Creció. Fue a estudiar a la ciudad. Rocío, a un internado. Dejaron de verse.

Él volvía tan sólo durante las vacaciones. A cierta altura del viaje la carretera se desviaba rodeando un fresno solitario en medio de un terreno árido, sin cultivar. Allí aparecían primero las palabras de su padre, y luego casi en oración, las de su madre. Era llegar a casa.

Con el fresco de la tarde, amaba caminar entre  frutales aunque ya hacía un tiempo pandillas de ladrones caían desde los árboles como fruta madura sobre el caminante solitario. Sabía defenderse y llevaba consigo el cuchillo de monte. Cortaba alguna ciruela, un limón para quitarse la sed, y seguía hacia el acantilado.

Nunca había nadie, pero ese atardecer vio una larga sombra sobre la tierra. Apretó el mango del cuchillo, dio un rodeo cuidando no ser oído. «¡Rocío! ¿Qué quiere hacer?», temió al reconocerla mientras se acercaba al borde del acantilado, donde su árbol obstinado seguía rindiendo una mitad para proteger la otra. Con cuidado fue hasta el límite del vacío, sacó su cuchillo y lo dejó caer. La hoja silbó en el viento, chupada por el abismo. Volvió sobre sus pasos para acercarse  a la mujer que miraba el mar sin alarmarla.

            «¡Oh, maravilla, la naturaleza sí daba saltos; y la historia no siempre se repetía.» Alegre y tranquilo, iba limpiándose las manos de la sangre de las ciruelas.

Juntos, bajaron al camino.

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