Susana
esperaba. Los turistas habían levantado sus cámaras casi al mismo tiempo y se
oían los clic, clic de los obturadores.
Iba a ser
una visita difícil. “Bobby-junior-behave-yourself”
(así, todo seguido y casi como una
letanía sonaba el nombre cuando la madre quería llamarlo al orden), era un
adolescente lleno de granos, inquieto, enojado con sus padres y con el mundo entero, y ya había contrariado
cuanto sus débiles progenitores, los otros turistas y ella misma habían hecho
para calmarlo.
Dos veces, Bobby
escapó por caminos opuestos a los que llevaba el contingente y hubo que
recurrir a cuidadores de tumbas
conocidos para que lo buscaran antes de que se perdiera.
El muchacho le desagradaba profundamente. Sin
embargo, aunque le irritaban su falta de respeto, sus burlas y sus malas
maneras, Susana lo comprendía. No era un paseo acorde con las necesidades de un
adolescente y, a juzgar por lo que veía, los padres apenas lo miraban. Decidió
desplegar todas las historias que habitualmente encantaban a los visitantes.
El
cementerio había sido construido en las épocas de pomposos homenajes a la
muerte, por familias ricas del lugar que competían en encargar a escultores
famosos las imponentes estatuas con las que iban a recordar por siempre a sus
muertos de ayer, de hoy y de muchas generaciones más. Ya no los momificaban,
pero querían perpetuarlos en mármol.
Repasó las principales tumbas por los que los
llevaría. La niña cataléptica que murió enterrada viva, los duelistas que
cayeron simultáneamente mientras cada uno de ellos creía defender el honor de
una mujer que engañó a ambos; la novia que cometió suicidio el día de su boda y
que según decían, por las noches paseaba por el cementerio; el héroe de la patria
con tantas batallas ganadas; la viuda más bella de la ciudad asesinada por un
pretendiente despechado; ¿cuál de todas ellas podría interesar más a Bobby?
«¡Fuck you,
deaths!» gritó Bobby.
Eso fue
demasiado. Susana furiosa saltó hacia él, mientras el resto de los turistas
silenciaban sus cámaras de golpe y giraban en su dirección. Un gato había
brincado del techo de una
bóveda cayendo en la cabeza del adolescente. Cada vez más enojada, Susana se
acercó a los padres de Bobby dispuesta a reintegrarles el dinero del paseo con
tal de que se lo llevaran; pero en un segundo el adolescente redobló la apuesta de su desparpajo y antes de que
Susana pudiera detenerlo, se había trepado al techo de una bóveda adornada con
la estatua de un Ángel de la Muerte de enormes alas, maullando como el gato y
tratando de tomarse una foto con su celular.
Resbaló, se
sujetó de la punta de un ala. La estatua, apoyada sin sujeción alguna, se desestabilizó
con el peso del muchacho. Bobby y el ángel volaron juntos hacia el piso de
baldosas, acompañados por el extraño sonido que producían varios “oh” que
salían de algunas gargantas y una suerte de silbido terrible que se escapaba de
las de los que se tapaban la boca con las manos.
Susana
corrió hacia él. Algunos volvieron a usar sus cámaras.
La estatua
había caído sobre Bobby, pero de tal manera que en lugar de aplastarlo lo había
protegido. Las alas algo curvas del ángel habían hecho un nicho de aire casi
abrazándolo. Bobby respiraba y hasta emitía un murmullo constante que parecía
una canción de cuna. Mientras le tomaba el pulso, Susana llamó una ambulancia.
Le indicaron que tratara de mantenerlo despierto hablándole, sin moverlo.
En cuclillas,
ya tranquila y con la gran oportunidad de poner a “Bobby-junior-behave-yourself” en
su lugar de una vez por todas, con una sonrisa apenas sugerida en los labios,
le dijo al oído: «Vas a aprender a respetarlos, pibe. Hasta que lo sepas como
el arrorró…»
Bobby abrió
los ojos y la miró. Susana ahí no más empezó a repetir:
“…
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo
serán, mas polvo enamorado.”
Lo dijo en
voz baja, con devoción, casi como una plegaria, sin cansarse, muchas veces y
cuando llegó la ambulancia, se enderezó y le dijo al médico, «fue un golpazo,
pero el ángel lo protegió».