Alrededor de
mil años después de la archiconocida competencia entre la Liebre y la Tortuga,
dos ejemplares de ambas especies se encontraron nuevamente en la pradera bajo
un volcán.
Las dos
masticaban hojas de su preferencia. La tortuga protegiéndose de la excesiva luz
bajo un arbusto; la liebre buscando las hierbas más tiernas para su alimento. Hacía
buen tiempo y ninguna sufría dolores o
preocupaciones. Cierta dosis de aburrimiento sobrepasaba los límites de
herencia y costumbres, y se filtraba en esa felicidad. Fue la Liebre, siempre
dispuesta al movimiento, quien soltó la propuesta:
—
¿Y si volviéramos a intentar la carrera de nuestras
abuelas? Me gustaría restablecer el honor de las Liebres. Después de todo ya no
somos las mismas.
—
Por mí, no hay
inconveniente. Pero no creas que somos tan distintas de nuestra especie. Yo
tengo los antecedentes por todos
conocidos y la sabiduría de la edad que me ayudan.
—
¡Ja! Quizás
mis patas sean más rápidas que las de mi abuela, soy joven y traigo cambios y
velocidad, ¡sabihonda! —gritó la Liebre.
—
La tierra es la
que cambia, nosotras nos adaptamos —murmuró
la tortuga echándose a andar.
La liebre seguía comiendo hierba gozando
del sol, algo sobradora, segura de su glorioso futuro. Las dos actuaban de
acuerdo a sus instintos.
De pronto, ambas sintieron un temblor.
Continuará.