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Érase que se era una vez, en un país que no era el
nuestro, en un tiempo que no sabemos si fue ayer o si llegará a ser un día, una
vieja tan vieja que ya nadie sabía su nombre, acaso ni ella lo recordara, por
eso todos la llamaban “Vejez”. Tenía el rostro lleno de arrugas, las manos como
leños con los dedos torcidos, la espalda encorvada casi en ángulo recto. Aunque
nunca hizo mal a nadie, la gente le temía porque su aspecto les recordaba a las
brujas de los cuentos.
No muy lejos de allí vivía un campesino padre de dos
hijos fuertes y trabajadores como él. Un día, enfermó gravemente y se sintió
morir. Llamó a sus hijos y les dijo:
—Muchachos, ya no me quedan fuerzas. Vejez no perdona a nadie. Salgan al
mundo en busca de su destino.
Blas, el mayor, es el primero en partir. No es malo ni perezoso, y puede
pelear como cualquiera, pero no es lo que se dice un valiente ante el
sufrimiento y la ancianidad. Al llegar a una encrucijada, se detiene un
momento pensando qué camino tomar cuando ve venir a Vejez con un hato de leña a
la espalda. Él cree que ella no puede haberlo visto, tan doblada va; sin
embargo en cuanto empieza a alejarse, sin saber cómo la tiene ante sí.
—Buenos días, hijo. ¿Podrías ayudarme a cargar mi leña?
Mi casa está muy cerca por este mismo camino.
Sin contestar el saludo, Blas carga la leña y se echa a caminar en la
dirección indicada. A la puerta de la casa, deja la leña y retoma su camino.
—Espera, espera, quiero agradecerte…
—Tengo prisa, voy en busca de mi destino.
—Al menos toma un leño o una rama y llévatela de
bastón. Podrías necesitarla.
—No necesito nada. Ya la ayudé, ya está. No me gustan
los viejos.
Sorprendida por estas palabras pero sin ofenderse, alcanza a avisarle:
—No tomes por ese camino, entonces. Está lleno de
bandidos.
—Voy por donde me da la gana —contesta Blas casi gritando, queriendo alejarse de ella, de sus arrugas,
de su espalda doblada, de su lentitud para caminar, de sus dedos nudosos. Él
jamás será así, jamás.
Vejez suspira y entra a casa.
Ya no sabremos de Blas, al menos
en esta historia. Algunos dicen que terminó viviendo con los bandidos.
Iván por su parte, enterró a su
padre, dejó todo atrás y salió también en busca de su destino.
Quizá por aquello de que buena parte de la humanidad tiene a Vejez en común, llegando a la encrucijada la encontró cargando su hato de leña. Iván se acercó:
—¿Puedo ayudarte?
—Gracias, hijo. Puedes llevar la leña hasta mi casa.
El muchacho carga la leña, la coloca junto a la chimenea, aviva el
fuego, y pregunta:
—¿Necesitas algo más, abuela?
—Me llaman Vejez, no necesito nada pero tal vez yo
pueda ayudarte en alguna cosa. Quédate un rato. Tomemos una sopa juntos.
Cuando afuera hace frío, tal vez sople el viento, y adentro la luz del
fuego ilumina y calienta, es un momento propicio para la conversación. Lenta
como sus pasos, Vejez comienza a hablar.
Iván escucha asombrado.
—Quiero agradecerte tu amabilidad. Allí, en la encrucijada elige tu camino. Por la noche un ogro saldrá de su cueva buscándote. Tiene gran olfato. Es un monstruo de dos cabezas unidas por la coronilla y la nuca. Si golpeas de frente, estarás obligado a correr hacia atrás pasando por todos tus ancestros hasta llegar al origen del mundo. Por el contrario, si tratas de vencerlo por la que te da la espalda, te verás obligado a correr hacia adelante toda tu vida sin saber qué buscas ni qué encuentras. El único modo de vencerlo es herirlo en la unión entre las dos cabezas. Ese es su punto débil. Si lo vences, y llegas a una ciudad, no entres nunca por la puerta grande. Úsala sólo para irte. El primer animal que se te acerque por tierra, aire o agua ése es tu avatar. Acudirá cuando lo necesites. Me llaman el tercer enemigo del hombre. Podrás vencer a los dos primeros; a mí no podrás vencerme nunca. En cambio si me aceptas, sabré ayudarte. Sólo tendrás que recordar el día de hoy cuando me viste por primera vez. Claro que todo tiene un precio; cada vez que te ayude te aparecerán nuevas arrugas, o más canas, o te dolerán las rodillas y la espalda. Se debilitarán tu corazón y tus riñones, y verás temblar tus manos. Mañana cuando despiertes, toma un leño fuerte y grande de los que cargaste hoy. Que tu viaje te sea favorable.
Reconfortado por el calor y la comida, agradecido por los consejos, Iván
se tiende ante la chimenea y se duerme al instante. Apenas antes de la aurora,
cuando el cielo se pone blanco, se
levanta, elige su leño y parte.
Canta buena parte del día. La hora de pensar cómo enfrentar al ogro
llega al atardecer. Por fin, elige un portentoso árbol de follaje tupido y
ramas gruesas. Trepa y se acomoda en él.
A medianoche sale el ogro de su cueva, oliendo todo, regodeándose de
antemano. Pronto descubre el árbol de Iván y comienza a sacudirlo con todas su
fuerzas dando vueltas y vueltas alrededor de él con una cabeza mirando hacia
arriba, la otra mirando hacia abajo. Eso lo confunde. El muchacho, cada vez que pasa bajo su rama le tira una piedrita, o le
hace cosquillas con algunas hojas. Al cabo, el monstruo se detiene. En ese
instante, sin darle tiempo a nada, Iván tira el grueso leño justo a la
coronilla. Las cabezas se separan. El ogro cae decapitado.
Anduvo, anduvo, no sabemos si mucho o si poco hasta llegar a la ciudad
anunciada por Vejez. La puerta principal es imponente, con dos leones de oro a
la entrada y guardias listos a no dejar pasar a nadie que crean indigno o
peligroso. Iván da la vuelta rodeando la muralla. Por fin encuentra la última
puerta. Ni bien pasa la entrada, ve un ave en el suelo. Es un pichón de cóndor
con un ala herida. Lo levanta y lo envuelve con el faldón de su camisa. Cada
tanto, pide a alguien un ungüento, una
venda. La mayor parte de la gente sacude la cabeza y sigue de largo. Alguien le
dice:
—Cuidado, es un ave peligrosa. Te cortará un dedo o la
mano un buen día. Déjalo al pie de la montaña que si se cura volará solo, y si no será carroña
de cualquier otro animal.
Iván agradece pero no suelta el ave. Al pasar ante la entrada abierta de
una casa pequeña, ve una joven tejedora haciendo su trabajo. Ah, ése es el
lugar apropiado.
—Hola, buenos días. ¡Qué hermoso tejido! ¿Te sobrará
algún trozo de tela vieja para envolver el ala del pichón?
La tejedora levanta la mirada y le sonríe. Iván siente que ha llegado a
casa.
Así, el muchacho se instala en la ciudad, trabaja de lo que puede
aprendiendo oficios a fuerza de ayudar a otros, aunque siempre prefiere ser un
labrador. Un día el cóndor se siente fuerte, prueba sus alas y vuela a la
montaña no sin antes despedirse. El pico contra la frente de Iván y un corto
vuelo alrededor de él parecen decir, «si me necesitas, me llamas». Él, como el
cóndor, revolotea alrededor de Antonia, la tejedora que siempre sonríe. No pasa
mucho antes de que formen una familia de varios hijos. Entre labranzas y
tejidos, canciones de uno e historias que la otra cuenta a los niños todas las tardes, van pasando los años en los que Iván casi ha olvidado a Vejez.
Pero, pero, sin embargo… ¿Cómo sería reconocer la felicidad si nunca hubiera
“peros”? y además ¿Qué pasaría con nuestra historia si todo quedara en la
tranquilidad cotidiana de Iván y su tejedora?
Ocurre que siempre hay otras ciudades, otros reinos, otros mundos, y en
uno de ellos vive uno de los malignos dragones del universo. Devora niñas, pero
no siempre del mismo lugar. Manda mensajeros reclamándolas de planeta en
planeta. En la ciudad todos le han olvidado. Los niños lo creen una fantasía de padres para asustarlos. Los viejos
creen que ya no les tocará; tantos son los lugares del cosmos que el dragón
puede visitar. Sin embargo, un día llega el mensajero que reclama a una niña
como precio para no destruirlo todo.
El padre de la criatura elegida, desesperado, quiere hacer lo que todos:
encerrarla bajo siete llaves.
—Eso será peor —dice Iván- déjame ayudar. Acepta que ella vaya con el mensajero. Iremos
tras ella.
Busca un lugar solitario al pie de la montaña y suplica:
Vejez, Vejez,
Préstame tus ojos
Para ver lo invisible.
Descubre el mundo de Dragón defendido por enormes cercas afiladas con
muchas trampas para quien ose tocarlas. Ve a Dragón en una terraza vigilando, protegido por guardias armados con objetos que
Iván desconoce de los que por momentos salen rayos fríos. Todo tiene luz pero
al mismo tiempo todo es oscuro en
derredor. Ya ha ideado un plan cuando llama a cóndor:
—Prepárate y avisa a tus hermanos. Iremos muy lejos,
pero sobre todo volaremos más alto que nunca.
Llega la mañana. La niña sube con el mensajero a una nave imponente,
negra sin ventanillas. La ciudad entera llora.
En la montaña, Iván dice:
Vejez,
Vejez
Préstame
tus arrugas
Y
tus hilos de plata
Para
unir caminos de estrellas.
Monta sobre el cuello blanco de cóndor y parten. Los acompañan otros
once cóndores. Vuelan muy por encima de la nave de Dragón siguiéndola.
Al llegar, la niña es encerrada en
la habitación contigua a la terraza del dragón. Los doce cóndores vuelan en círculo
sobre la cabeza del animal bajando lentamente pero acercándose cada vez más. Éste contempla sin alarma ese vuelo, esa danza que
lo marea. No se detienen y ahora las plumas empiezan a desgastar las escamas
en cada vuelta. De pronto la voz de Iván ordena arrancar los dientes del dragón. Los picos arrancan con violencia. Dragón ruge de dolor y
empieza la lucha. Los dientes que caen resultan piedras preciosas. Al fin de
tanto revuelo de plumas y escamas, de tantas garras y picos, del dragón queda apenas una
lagartija con un cuarto de cola, arrastrándose por las paredes tratando de
cazar insectos con la lengua. Iván
rescata a la niña, junta las preciosas piedras. Es hora de volver.
Cóndor los deja a la entrada de la ciudad. Los doce vuelven a las
cumbres; la niña, a los brazos de su
padre. Antonia está azorada. Casi no reconoce a su esposo. Partió un hombre en
la plenitud de sus fuerzas y vuelve un anciano tembloroso de cabellos blancos,
con un rostro plagado de arrugas. Sólo la mirada es la misma. El pueblo entero
los espera con grandes demostraciones de alegría. En medio de la algarabía
piden a Iván que acepte ser su rey. Él quiere unas horas para pensar.
Sentado al aire de la noche mira las estrellas, oye los contenidos
sollozos de Antonia y sin dudar resuelve:
Vejez,
Vejez
Préstame
tus manos de leño
Para
que no acepte más
de
lo que cabe en ellas.
Préstame
tu corazón
Para
liberar a los que amo.
Al día siguiente toma su viejo leño, rechaza el poder que quieren darle,
abraza a su bella tejedora y a sus hijos, y sale por la puerta grande.
No sabemos si alcanzó la falda de la montaña, pero Cóndor lo busca.
Mientras van hacia la luna, Iván desenreda
sus arrugas y sus cabellos trazando una vía de plata. Pasa el sol, y mucho
tiempo después vuelve recogiendo sus pepitas de oro, y haciendo un ovillo con sus hilos de plata. Cuántas
veces fue y volvió, nadie lo sabe; sí que al llegar no siempre es Iván. Ha
venido como Irina, Roque, Rosa, Martín o Magdalena. Cada vez trae las
pepitas de oro recogidas en el sol y las entierra en lo profundo de la tierra.
Su ovillo es siempre más fino y más brillante. Ha practicado todos los oficios
y profesiones, pero lo que más ama es labrar y cantar.
Dice que la tierra vista desde el espacio relumbra como un nuevo sol.