- Escribir una historia de amor, dejo al gusto del autor el nivel de romanticismo.
- Un relato en el que se mencione con sentido la novela Lo que el viento se llevó o a la autora, Margaret Mitchell.
- Un relato en el que la acción transcurra en un contexto de guerra, desde el punto de vista de un personaje femenino.
- Extensión: 900 palabras como máximo.
- Elijo el tercer requisito.
Silencio. Silencio ominoso y aterrador. Aunque no es algo nuevo. No, no es eso. Desde Marzo del ’76 ya no se habla por la calle. Solo que ahora hasta hemos dejado de respirar. Estoy en un colectivo. Suben tres soldados armados. Uno se queda junto al conductor, los otros dos se dirigen directamente a una pareja muy joven que intenta bajar, pero el conductor no logra abrir la puerta a tiempo. Se los llevan. No miramos más que de soslayo. Nadie dice ni hace nada. Seguimos. Una mujer estornuda o algo parecido, y se tapa la cara como puede. Creo que llora.
Hoy nuevamente cambio de casa para dormir.
Ay, ay, amor, ¿dónde estarás? ¿vivirás? ¿cuál es tu oscuridad? ¿Cómo habrá sido
contigo? No me perdono haberte dejado ir esa mañana. Tan débil mi «no vayas a
la redacción, tengo miedo», y tan segura e inconsciente tu respuesta, «son tres
cuadras no más, entrego y vuelvo en un minuto.» ¿Cuántos días lleva ya ese
minuto? Lloro por las noches en la cama, jergón o suelo que me toque, nunca donde me vean. Hasta llorar es
peligroso.
Sí, a veces hablo con alguno de nuestros
amigos o conocidos, cuando damos mil vueltas antes de encontrarnos para estar
seguros de que no nos siguen. Siempre me traen una nueva dirección como
quien hace un regalo para pasar unas
noches, y tratan de convencerme de que me vaya del país. No puedo, por ahora no puedo. ¿Cómo
dejarte? Pero, -y los cuchillitos bien intencionados van cortándome la piel:
«¿sabés dónde está? ¿podés hacer algo por él? ¿sabés siquiera si vive, no es
mejor acaso que lo esperes segura?» Lo único que sé es que no puedo dejar de
hablarte mentalmente. Te escribiría si fuera otra época, pero ¿adónde? Te
pienso y te cuento cada paso del día
todo el tiempo. Trato de contestarme como me contestarías. Hasta eso empieza a
fallar. No por olvido, sino porque tus respuestas son las de entonces, fijas en
un tiempo que no avanza ni retrocede ni para vos, ni para mí, ni para nadie. El
pensamiento encerrado en un cerebro muere muy pronto. Es una quietud monstruosa
en medio de un cielo negro y una tierra igualmente negra con gusto a polvo. El
miedo tiembla entre el estómago y el corazón.
Cierran toda clase de publicaciones, lo que
se ve en televisión es vacío y tonto; los artistas que nos ayudaban a mirar el
mundo cada día han debido irse, o no sabemos qué han hecho con ellos. Ayer me
enteré que secuestraron la edición completa de “En el aura del sauce” de
nuestro amado Juan L. Ortiz; bueno, casi
toda. Nosotros alcanzamos a comprarla y
está bien protegida y guardada. Es mi modesto triunfo de hoy.
Acabo de pararme en seco antes de llegar a
la esquina. Pasan dos hombres armados corriendo por la calle transversal, y oigo la voz de un niño que
pregunta:
—¿A quién van a matar mamá?
Veo una frutería abierta y entro a comprar
dos manzanas mientras pienso qué hacer. No encuentro cambio y me tiemblan las
manos y las piernas. Resuelvo seguir y pasar distraída ante la dirección que me
espera, para ver si debo entrar o si es a mí a quien buscan.
Antes de llegar, a la puerta de otro
edificio hay vecinos alterados
discutiendo entre ellos.
—Uno no puede meterse.
—Algo habrán hecho.
—¿No había una criatura con ellos?
—No sé, no pienso averiguar.
Vergüenza, dolor, desprecio, son algunos de
los sentimientos entremezclados en mi pecho. Yo sí pienso averiguar. Doy una vuelta
a la manzana. Los vecinos han desaparecido y el portero está sacando la basura.
Aprovecho el momento en el que atareado en la vereda me da la espalda, y me
escondo en el hueco de la escalera.
Es de noche, tarde. Esperé hasta sentir el
silencio del sueño en el edificio. Ahora
subo en la oscuridad tratando de reconocer puertas cerradas. No sé si a la
altura del tercer o cuarto piso, oigo un gemido o acaso un maullido. Es un
continuo muy leve, temeroso, como quien se llora a sí mismo. Al fin veo un
hueco por donde se filtra algo de luz. El maullido es más fuerte. Me arriesgo
tanteando. Piso vidrios, papeles, objetos, ropa pero nada se mueve. En la
cocina-lavadero me parece adivinar un movimiento. Llamo con un suave tss
tss; desde atrás del lavarropas no sale un gato sino una criatura
temblorosa de cuatro o cinco años. La
abrazo. Trato de darle calor.
—Vamos —le digo, y la llevo otra vez al hueco de la escalera en un largo y
peligroso descenso.
Creo que esperamos una eternidad. Por fin se enciende una luz
automática, baja un ascensor. Me enderezo y con la criatura de la mano,
aparento dirigirme a la calle. Un hombre sale del ascensor y casi sin mirarme
abre la puerta para dejarnos pasar:
—Buenas noches.
Es la primera vez desde que te
llevaron que miro las estrellas. No sé a quién llevo de mi mano. Sé que no la
dejaré por ahora. Y tal vez, si no hallamos abuelos o tíos, ahora sí acepte
irme. Con ella. Mientras te espero y ella espera a sus padres, aprenderemos a
vivir. Juntas.