martes, 25 de febrero de 2020

SILENCIO




Tema: El relato deberá contar con, al menos, uno de estos requisitos (podéis elegir uno, dos o los tres):
  • Escribir una historia de amor, dejo al gusto del autor el nivel de romanticismo.
  • Un relato en el que se mencione con sentido la novela Lo que el viento se llevó o a la autora, Margaret Mitchell.
  • Un relato en el que la acción transcurra en un contexto de guerra, desde el punto de vista de un personaje femenino.
  • Extensión: 900 palabras como máximo.
  • Elijo el tercer requisito.

 

         Silencio. Silencio ominoso y aterrador. Aunque no es algo nuevo. No, no es eso. Desde Marzo del  ’76 ya no se habla por la calle. Solo que ahora hasta hemos dejado de respirar. Estoy en un colectivo. Suben tres soldados armados. Uno se queda junto al conductor, los otros dos se dirigen directamente a una pareja muy joven que intenta bajar, pero el conductor no logra abrir la puerta a tiempo. Se los llevan. No miramos más que de soslayo. Nadie dice ni hace nada. Seguimos. Una mujer estornuda o algo parecido, y se tapa la cara como puede. Creo que llora.

   Hoy nuevamente cambio de casa para dormir. Ay, ay, amor, ¿dónde estarás? ¿vivirás? ¿cuál es tu oscuridad? ¿Cómo habrá sido contigo? No me perdono haberte dejado ir esa mañana. Tan débil mi «no vayas a la redacción, tengo miedo», y tan segura e inconsciente tu respuesta, «son tres cuadras no más, entrego y vuelvo en un minuto.» ¿Cuántos días lleva ya ese minuto? Lloro por las noches en la cama,  jergón o suelo que me toque,  nunca donde me vean. Hasta llorar es peligroso.

   Sí, a veces hablo con alguno de nuestros amigos o conocidos, cuando damos mil vueltas antes de encontrarnos para estar seguros de que no nos siguen. Siempre me traen una nueva dirección como quien  hace un regalo para pasar unas noches, y tratan de convencerme de que me vaya  del país. No puedo, por ahora no puedo. ¿Cómo dejarte? Pero, -y los cuchillitos bien intencionados van cortándome la piel: «¿sabés dónde está? ¿podés hacer algo por él? ¿sabés siquiera si vive, no es mejor acaso que lo esperes segura?» Lo único que sé es que no puedo dejar de hablarte mentalmente. Te escribiría si fuera otra época, pero ¿adónde? Te pienso y te cuento cada paso  del día todo el tiempo. Trato de contestarme como me contestarías. Hasta eso empieza a fallar. No por olvido, sino porque tus respuestas son las de entonces, fijas en un tiempo que no avanza ni retrocede ni para vos, ni para mí, ni para nadie. El pensamiento encerrado en un cerebro muere muy pronto. Es una quietud monstruosa en medio de un cielo negro y una tierra igualmente negra con gusto a polvo. El miedo tiembla entre el estómago y el corazón.

   Cierran toda clase de publicaciones, lo que se ve en televisión es vacío y tonto; los artistas que nos ayudaban a mirar el mundo cada día han debido irse, o no sabemos qué han hecho con ellos. Ayer me enteré que secuestraron la edición completa de “En el aura del sauce” de nuestro amado Juan L. Ortiz; bueno, casi  toda. Nosotros alcanzamos a comprarla y está bien protegida y guardada. Es mi modesto triunfo de hoy.

   Acabo de pararme en seco antes de llegar a la esquina. Pasan dos hombres armados corriendo por la calle  transversal, y oigo la voz de un niño que pregunta:

¿A quién van a matar mamá?

   Veo una frutería abierta y entro a comprar dos manzanas mientras pienso qué hacer. No encuentro cambio y me tiemblan las manos y las piernas. Resuelvo seguir y pasar distraída ante la dirección que me espera, para ver si debo entrar o si es a mí a quien buscan.

   Antes de llegar, a la puerta de otro edificio  hay vecinos alterados discutiendo entre ellos.

Uno no puede meterse.

Algo habrán hecho.

¿No había una criatura con ellos?

No sé, no pienso averiguar.

   Vergüenza, dolor, desprecio, son algunos de los sentimientos entremezclados en mi pecho. Yo sí pienso averiguar. Doy una vuelta a la manzana. Los vecinos han desaparecido y el portero está sacando la basura. Aprovecho el momento en el que atareado en la vereda me da la espalda, y me escondo en el hueco de la escalera.

   Es de noche, tarde. Esperé hasta sentir el silencio del sueño en el edificio.  Ahora subo en la oscuridad tratando de reconocer puertas cerradas. No sé si a la altura del tercer o cuarto piso, oigo un gemido o acaso un maullido. Es un continuo muy leve, temeroso, como quien se llora a sí mismo. Al fin veo un hueco por donde se filtra algo de luz. El maullido es más fuerte. Me arriesgo tanteando. Piso vidrios, papeles, objetos, ropa pero nada se mueve. En la cocina-lavadero me parece adivinar un movimiento. Llamo con un suave tss  tss; desde atrás del lavarropas no sale un gato sino una criatura temblorosa de cuatro o cinco años.  La abrazo. Trato de darle calor.

Vamos le digo, y la llevo  otra vez al hueco de la escalera en un largo y peligroso descenso.

   Creo que esperamos una eternidad. Por fin se enciende una luz automática, baja un ascensor. Me enderezo y con la criatura de la mano, aparento dirigirme a la calle. Un hombre sale del ascensor y casi sin mirarme abre la puerta para dejarnos pasar:

Buenas noches.

Es la primera vez desde que te llevaron que miro las estrellas. No sé a quién llevo de mi mano. Sé que no la dejaré por ahora. Y tal vez, si no hallamos abuelos o tíos, ahora sí acepte irme. Con ella. Mientras te espero y ella espera a sus padres, aprenderemos a vivir. Juntas.