viernes, 29 de mayo de 2020

LA SONRISA DEL GATO











Tiempos oscuros,  de enfermedad, pena, muerte. Imperan la confusión y un gran desconcierto. Con el querer suspendido, pareciera no haber destino ni alegría verdadera. Solo por andar un poco más antes de que me devuelvan al encierro, entro a una vieja librería sin reconocer el camino.  Tiene recovecos, escaleras, bancos con escalones, cada tanto una mesa con libros o cuadernos de notas y una lámpara, y las paredes tapizadas, claro está, de estanterías de madera oscura llenas de cuanto otras humanidades cantaron, pensaron, vivieron en una tierra que va dejando de ser nuestra.
 Libros de todos los tamaños y todos los grosores encuadernados en cuero, en tela, en cartón, con dibujos, sin ellos, letras doradas o simples letras en tinta. Solo por las vidrieras que dan a la calle, y acaso por algún ventanuco en el techo entra algo de  luz natural. Sin embargo subo sin tropezar, mirando, buscando qué ilumina, qué me permite leer títulos y autores. Era tu mundo. También yo quise hacerlo mío, pero se está derrumbando bajo el peso abrumador de tanto aparato de luces malas,  voces falsas,  imágenes mentirosas y  palabras vacías. 
 Encuentro aquel grueso ejemplar de cuentos de hadas ingleses con el que te sentabas cada noche al pie de nuestras camas a leernos alguna historia. Pero lo maravilloso era que no necesitabas abrirlo, solo dejabas descansar tu mano sobre la tapa y comenzabas a contar. 

 Sentada en un escalón levanto la mirada. Colgando del vacío hay una sonrisa que  recuerda  la del gato de Cheshire sin bigotes. Es una sonrisa humana. Espero que aparezca su cabeza, pero no. Sí aparecen los ojos. ¡Ah, ahora te reconozco, son tus ojos color uva pelada! Apenas un instante de consuelo.

 —Si te apurás, pasarás de largo. Si no te apurás, perderás el camino dice el Conejo Blanco yéndose sin mirarme.
 ¿Otra vez Alicia?  Esa historia siempre me dio miedo. Criamos niños como cerdos; siempre hay alguien dispuesto a cortarnos la cabeza mientras crecemos o nos reducimos en el miedo, comiendo o bebiendo de la mano derecha o de la izquierda; tan pronto con la boca cerrada contra el piso como estirando  cuellos de serpiente para respirar sin poder vernos los pies. Es algo perverso que no tiene gracia  ni tan siquiera en sueños. ¡No quiero un jardín de imágenes de baraja!

Afuera suenan sirenas de ambulancias que pasan por las calles vacías, urgidas por su propia voz. Y de pronto la Reina comienza a gritar:

 —¡No habrá más pobres, que les corten la cabeza!

 La Tortuga llora:
  — Pobres, ¿no habrá más?

 El Sombrerero preocupado pregunta en voz baja, temiendo que la Reina oiga:
  —¿De qué pobres habla, de los pobres del no o de los no tan pobres?

 Ante mi horror, la Reina me mira a los ojos y vuelve a gritar:
  —¡Que le corten la cabeza a la que no dice nada antes de que yo ordene silencio!

 Un Rey temeroso pero que quiere ser  conciliador, le susurra:
  —Pero querida, ¿no estabas vos misma por ordenar silencio?

  —Los que hacen lo que voy a decir antes de que yo lo diga son rebeldes que quieren hacer que yo diga lo que ellos hacen.

 Afuera, (¿pero afuera en la calle o afuera en mi sueño?) una multitud clama:
  —¡Queremos la verdad, y nada más que la verdad!

  —¡Pues entonces será nada porque la verdad no pertenece a esta historia!

 Confundida, con la cabeza a punto de estallar consigo salir de ese jardín de pesadilla. Ya no estoy en la librería ni entre barajas. Tres caminos llanos de pocos árboles se abren llamándome. Más y más preguntas «¿Dónde me pongo?,  ¿Por dónde quiero caminar?, ¿Quién quiero ser ahora?» pienso desesperada. Me siento a llorar, creando avergonzada mi propio mar de lágrimas.

  —Vamos, no llores me habla alguien desde un árbol. Es, por supuesto, tu sonrisa de gato de Cheshire.
El presbítero no pudo alcanzarte, no te llamás Alicia, y nunca  permitiste que te corten la cabeza. Por donde vayas llegarás a donde quieras,  lo sabés. Solo hay que ponerse a andar.

 La sonrisa  desaparece. Pero yo no me conformo:
  —Volvé, por favor. Un poquito más… No entiendo bien, ¿cualquier camino dijiste?

 No vuelve. Ya no soy aquella niña, mi desolación es la de una mujer. No puedo renunciar. Hay sonidos de viento en las nubes que pasan,  concentrándose en una voz distinta, más grave, más profunda. Es una voz de amor que recita desde el alma:

  —No desfallezcas si no  me encuentras pronto/ si no estoy en un lugar, búscame en otro/ En alguno te estaré esperando.*

*Walt Whitman, poeta estadounidense