Tiempos
oscuros, de enfermedad, pena, muerte. Imperan
la confusión y un gran desconcierto. Con el querer suspendido, pareciera no
haber destino ni alegría verdadera. Solo por andar un poco más antes de que me
devuelvan al encierro, entro a una vieja librería sin reconocer el camino. Tiene recovecos, escaleras, bancos con
escalones, cada tanto una mesa con libros o cuadernos de notas y una lámpara, y
las paredes tapizadas, claro está, de estanterías de madera oscura llenas de cuanto
otras humanidades cantaron, pensaron, vivieron en una tierra que va dejando de
ser nuestra.
Libros de todos los tamaños y todos los grosores encuadernados en
cuero, en tela, en cartón, con dibujos, sin ellos, letras doradas o simples
letras en tinta. Solo por las vidrieras que dan a la calle, y acaso por algún ventanuco
en el techo entra algo de luz natural.
Sin embargo subo sin tropezar, mirando, buscando qué ilumina, qué me permite
leer títulos y autores. Era tu mundo. También yo quise hacerlo mío, pero se
está derrumbando bajo el peso abrumador de tanto aparato de luces malas, voces falsas, imágenes mentirosas y palabras vacías.
Encuentro aquel grueso
ejemplar de cuentos de hadas ingleses con el que te sentabas cada noche al pie
de nuestras camas a leernos alguna historia. Pero lo maravilloso era que no
necesitabas abrirlo, solo dejabas descansar tu mano sobre la tapa y comenzabas
a contar.
Sentada en
un escalón levanto la mirada. Colgando del vacío hay una sonrisa que recuerda la del gato de Cheshire sin bigotes. Es una
sonrisa humana. Espero que aparezca su cabeza, pero no. Sí aparecen los ojos.
¡Ah, ahora te reconozco, son tus ojos color uva pelada! Apenas un instante de
consuelo.
—Si te apurás, pasarás de largo. Si no te apurás, perderás el camino —dice el Conejo Blanco yéndose sin
mirarme.
¿Otra vez Alicia? Esa historia siempre me dio miedo. Criamos
niños como cerdos; siempre hay alguien dispuesto a cortarnos la cabeza mientras
crecemos o nos reducimos en el miedo, comiendo o bebiendo de la mano derecha o
de la izquierda; tan pronto con la boca cerrada contra el piso como estirando cuellos de serpiente para respirar sin poder
vernos los pies. Es algo perverso que no tiene gracia ni tan siquiera en sueños. ¡No quiero un
jardín de imágenes de baraja!
Afuera
suenan sirenas de ambulancias que pasan por las calles vacías, urgidas por su
propia voz. Y de pronto la Reina comienza a gritar:
—¡No habrá más pobres, que les corten la cabeza!
La Tortuga
llora:
— Pobres, ¿no habrá más?
El
Sombrerero preocupado pregunta en voz baja, temiendo que la Reina oiga:
—¿De qué pobres habla, de los pobres del no o de los no tan pobres?
Ante mi
horror, la Reina me mira a los ojos y vuelve a gritar:
—¡Que le corten la cabeza a la que no dice nada antes de que yo ordene
silencio!
Un Rey
temeroso pero que quiere ser
conciliador, le susurra:
—Pero querida, ¿no estabas vos misma por ordenar silencio?
—Los que hacen lo que voy a decir antes de que yo lo diga son rebeldes que
quieren hacer que yo diga lo que ellos hacen.
Afuera,
(¿pero afuera en la calle o afuera en mi sueño?) una multitud clama:
—¡Queremos la verdad, y nada más que la verdad!
—¡Pues entonces será nada porque la verdad no pertenece a esta historia!
Confundida,
con la cabeza a punto de estallar consigo salir de ese jardín de pesadilla. Ya
no estoy en la librería ni entre barajas. Tres caminos llanos de pocos árboles se
abren llamándome. Más y más preguntas «¿Dónde me pongo?, ¿Por dónde quiero caminar?, ¿Quién quiero ser
ahora?» pienso desesperada. Me siento a llorar, creando avergonzada mi propio
mar de lágrimas.
—Vamos, no llores —me habla alguien desde un árbol. Es,
por supuesto, tu sonrisa de gato de Cheshire.
—El presbítero no pudo alcanzarte, no te llamás Alicia, y nunca permitiste que te corten la cabeza. Por donde
vayas llegarás a donde quieras, lo
sabés. Solo hay que ponerse a andar.
La
sonrisa desaparece. Pero yo no me
conformo:
—Volvé, por favor. Un poquito más… No entiendo bien, ¿cualquier camino
dijiste?
No vuelve. Ya
no soy aquella niña, mi desolación es la de una mujer. No puedo renunciar. Hay
sonidos de viento en las nubes que pasan, concentrándose en una voz distinta, más grave,
más profunda. Es una voz de amor que recita desde el alma:
—No desfallezcas si no me
encuentras pronto/ si no estoy en un lugar, búscame en otro/ En alguno te
estaré esperando.*
*Walt
Whitman, poeta estadounidense