«¡Qué pesadez, menos mal que abrí una rendija de la
ventana! No quisiera levantarme. Hoy es día de lavar escaleras y lustrar la
entrada; demasiado pesado para este tiempo. Pero al menos la ventana me ha dado
un poco de aire y me ha dejado escuchar a esas pretenciosas del segundo y
tercer piso hablando de mí. Que si soy chismosa, que si voy escuchando por los
rincones, que si las miro demasiado y soy envidiosa de las cosas que usan. Tampoco
ellas se quedan calladas por lo visto, y yo tengo que saber qué pasa en el
edificio. Es mi labor cuidar, y ante cualquier desmán llamar a la policía.
Verdad es que me atrae todo lo que brilla –uy, hoy también me tocan los bronces-
pero ¡hay que ver las cadenas, los anillos, las pulseras que usan! ¡Qué calor,
qué calor! Parece que me dormí con el abanico en la mano, sin embargo el mío no
es negro azulado. Siento como si me fuera reduciendo, un salto y… no, sólo ha
sido un saltito. No están mis piernas largas, veo un par de patitas de ave.
Ahora, algo baja por mi vientre, necesito juntar estas
sábanas como si fueran ramas, así, así, me apoyo un poco sobre esas
rídículas patitas. No ha sido tanto
esfuerzo después de todo: tres huevitos uno tras otro. Peor fue parir mi hijo
hace tantos años; pero no sé muy bien qué pasa, qué debo hacer, qué que, qué
que, qué que.
¡Qué nervios! Agito y agito
este abanico y de pronto estoy volando. Tantos años soñando con volar lejos,
bien lejos de esta rutina diaria que aguanto por la futura pensión y porque
entre tanto tengo un techo, luego no sé, no sé, no sé dónde moriré. Y así
vamos. Me paro sobre mi cómoda y en el espejo aparece un ave blanquinegra de
cola y alas azuladas. ¡Soy una urraca!»
Después del primer momento de
estupefacción, Adelina empieza a sentirse cómoda en este pequeño cuerpo volador
que ya supo poner nada menos que tres huevos. Instintivamente los empolla de a
ratos, pero recorrer nuevos espacios con sus alas la empuja a al patio interior
al que da su ventana, en busca insectos
entre los canteros con plantas mal cuidadas y colillas, papeles, todo lo
que los vecinos arrojan con indiferencia, y ella tiene que limpiar. Quiere aprovechar esa nueva forma de libertad. No obstante aún
no ha perdido del todo el pensamiento humano, y algunas cosas le preocupan. Ha
intentado girar la llave de la puerta de su apartamento con el pico pero no ha
podido. Y hoy precisamente nadie la necesita ni reclama una nueva luz para
el pasillo, ninguno protesta porque no
ha barrido ni ha dejado los periódicos a la entrada de cada apartamento.
Es día laborable, tal vez al regresar noten la oscuridad, que no ha sacado
las bolsas de residuos; por ahora es libre de volar en el viento y volver a sus
encantadores huevitos.
Probando sus alas-abanico y
esa cola azul que se abre para hacer de timón, y de la que empieza a presumir,
se le ocurre que podría asomarse a alguna de las ventanas de los pisos
superiores, quizá pueda alertarlos. Sin embargo, al entrar al cuarto piso halla
en el dormitorio de una de sus detestadas chismosas esa cadena de oro que
siempre le gustó. Ya se la lleva en el pico y la pone sobre su cama cerca de
los huevos. Tanto disfruta de su pequeña venganza que donde encuentra una
ventana abierta pasa y se lleva el reloj
del abogado del sexto, la pulsera de la joven del segundo, ofreciendo regalos a sus próximos pichones. Va
y viene de restos de pensamiento humano a acciones instintivas; algo preocupada
por su parte Adelina, pero muy contenta como urraca.
Han pasado unos días y ni noticias de la conserje. La entrada del edificio está cada vez más sucia, se
acumulan las bolsas de residuos, nadie barre la vereda. Los vecinos se
preocupan. Llaman a la puerta. No contesta. Prueban con el móvil. Lo mismo.
Temen que le haya pasado “lo peor”. Alguien nota que la ventana no está
completamente cerrada y alcanza a ver un pájaro en medio de la cama. «¡Está
muerta, hay que llamar a la policía!»
Por fin, al entrar ven el pájaro entre las ropas
revueltas de la cama. El pájaro escapa. Hay tres huevos entre las sábanas y el
camisón de Adelina, pero ni señas de ella. No puede haber salido por la ventana
por sí misma, alguien la ha raptado. Lo extraño es que la ventana está entera,
se abre desde adentro, las llaves de la puertas tanto del acceso al patio como
de su apartamento están en el gran llavero que Adelina cuelga semi escondido
sobre la pared. Su ropa ordenada sobre una silla, y ese camisón
convertido en nido, vacío. Adelina no puede haber salido desnuda por la
ventana. Si alguien la raptó ¡cómo hizo? ¿Por qué llevarla desnuda? ¿la mataron
antes y la llevaron después? Pero no hay signos de lucha, ni sangre, sólo tres
huevos de urraca y algunos objetos de los vecinos, -quienes por cierto ya han
llegado a la conclusión apresurada que Adelina era ladrona y ha escapado
apurada sin llevarse los objetos robados-.
Pero, una y otra vez:
¿desnuda? ¿sin lo robado? ¿cuándo ha sucedido para que haya una urraca haciendo
nido sobre la cama? En el barrio nadie ha visto nada. Así comienza una ardua investigación.
La Fiscalía está desconcertada
pero supone que debe haber alguna relación entre el caso Adelina y lo ocurrido
en la Casa de Gobierno después de los últimos disturbios. El presidente y sus
ministros hace meses que no se presentan. Se dice que están de viaje. Todos los
empleados han desaparecido misteriosamente, y a la entrada, quedan solo
los gorros y los sables brillantes de los dos granaderos de guardia. En su
lugar han crecido dos árboles frondosos donde han hecho nido infinidad de
urracas.
Esta solitaria urraca observa
desde un árbol, quiere recuperar sus huevos, pero es tarde, los han llevado a
ver si encuentran misteriosas y casi imposibles huellas de la conserje o su
secuestrador.
Adelina ha oído al detective.
Así, su instinto de ave la empuja a volar a donde pueda construir otro nido, a
donde pueda encontrar otros brillos.