Débora
empuja con esfuerzo y entusiasmo la silla de ruedas de Andrés por el jardín del
Centro de Rehabilitación en el que se encuentran varios días a la semana.
Andrés colabora forzando las ruedas con sus brazos en los desniveles del terreno.
−Allá, bajo el fresno, −dice
Andrés.
−¡El árbol portentoso! –ríe ella con
cierta dificultad.
No hay nadie alrededor. Sólo el sol,
pastos, árboles y algunos pájaros, los acompañan. Débora trepa al banco de
piedra como una niña, y Andrés acomoda su silla para que puedan mirarse al
hablar. Saca un libro de la bolsa de tela que lleva colgada de su cuello, y se
dispone a leer.
Ella lo mira
embobada. Él recita:
−Si nada nos salva de la
muerte, al menos que el Amor nos salve de la vida…*
−Mi mamá dice que yo no debo enamorarme, porque nadie me va a
querer.
−Pues habrá que hacerle saber que…Quien cree que todas las frutas maduran al mismo tiempo que las
frutillas, nada sabe acerca de las uvas.*
Vuelve a
reír como una criatura. Se estira sobre el banco y apoya la cabeza en la pierna
de él.
***
−Tengo excelentes noticias para usted, señora. No es sólo que
termina su secundario en una escuela común con muy buenos resultados; aquí la
vemos progresar día a día en el control muscular y en las habilidades manuales,
incluso baila muy bien. El hecho de que su condición sea de las más leves hace
su cuerpo más espigado de lo habitual en estos casos, y por el momento los
niveles visual y auditivo están dentro de
parámetros normales. Además –continúa la directora del Centro con
cierta picardía en la mirada− parece que se nos está enamorando.
La madre de
Débora salta como si la hubiera picado una avispa:
−¿De qué buenas noticias me habla? ¿No sabe que nunca va a las
fiestas de sus compañeros porque nadie quiere bailar con ella, por ejemplo?
Eso, entre tantas situaciones en las que se siente observada como un bicho
raro. Los profesores los obligan a incluirla en los trabajos en grupo, ninguno
de sus compañeros la elige para hacerlo juntos. Y usted me habla de enamorarse…Si
la animan en ese sentido lo único que lograrán es que alguno se aproveche de
ella, que la abusen, que la hagan más desgraciada de lo que ya es…¡pobrecita!
Se atraganta
entre la furia y los sollozos.
−Cálmese, por favor. Débora no es desgraciada, ni pobrecita.
Vive riendo, de buen humor y siempre dispuesta a hacer algo más. Tiene derecho
a su vida sentimental y a vivir su sexualidad, y Andrés es un muchacho
estupendo que saldrá adelante a pesar del accidente. Pronto retomará sus
exámenes en la universidad y será un profesional brillante.
−¿Y Para qué la quiere? No será para lucirla en congresos y
reuniones, ¿verdad? Más bien la tendrá cocinando y criando niños como ella.
−Usted sabe mejor que nadie que no es una condición previa y
que tiene tanta probabilidad de tener niños sanos o enfermos como la tuvo
usted; suponiendo que quiera
tenerlos−dice la directora casi gritando enojada.
Aterrada,
(ni ella misma sabe cómo medir sus miedos) huye hacia el jardín, toma la mano
de su hija con violencia y la despierta.
−Vamos –dice y la arrastra a la salida sin
siquiera mirar a un Andrés estupefacto que no alcanza a entender lo sucedido.
Durante
muchos días la casa es un lugar de llantos. La hija se encierra en su
habitación. De cuando en cuando abre la puerta y grita entre lágrimas:
−¡Mala, egoísta! ¡Mamá de porquería!
Esto es lo
que más duele; tanto deseó ser madre, que ya mayor lo logró, entonces el
maldito cromosoma… Llora sin responder. Está segura de hacer lo mejor por su
hija. Se muerde los labios como si se mordiera el alma. Adelgaza, se olvida de
sí, se promete resistir hasta la muerte, pero no puede dejar de preguntarse por
ese “después” que vislumbra tan oscuro. En quién podrá confiar…
Débora no ha
vuelto al Centro de Rehabilitación. Es su madre quien atiende siempre el
teléfono y ni bien oye la voz de la Directora o de Andrés, corta la
comunicación. Él no se da por vencido. Está preocupado y la extraña, la extraña mucho. Cambia de táctica. Usa sus brazos, a los que llama sus piernas superiores, para empujar su silla hasta la puerta de la escuela. No la ve. Insiste. Esperará. Algún día el tiempo dará la vuelta y Débora volverá en él.
Débora
vuelve. Bajo el cálido sol del mediodía está Andrés. Lo ve. Corre. Se abrazan,
se besan.
Desde la esquina, la madre los mira. La luz que irradian, le enseña a confiar.
· La primera cita es de Pablo Neruda.
· La segunda es de Paracelso.