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La
primera bola fue la mañana en que su madre dijo, «si querés zapatillas o
pilchas nuevas, ganátelas vos. Mi trabajo alcanza solo para la comida».
Fue
al campito donde sus compañeros jugaban al fútbol. Iban a hacerse ver, a que
alguien de algún club quisiera llevarlos a entrenarlos y de paso darles de
comer, algo de contención. Pero ya
habían formado equipo. Se quedó mirando apoyado contra un poste. Soñaba con los
ojos entrecerrados. Sonó un gooool mucho más fuerte en el grito que en la
acción, y se imaginó haciendo entrar la pelota en el arco. Por un
segundo fue Messi.
Alguien
habló a su lado:
—¿Vos no jugás?
Negó
con la cabeza antes de ver quien le hablaba.
—Hoy
llegué tarde al equipo. Además no me quieren con ellos. Dicen que soy lento.
—El
Viejo del último corredor, ¿lo conocés? anda buscando pibes para reparto de
mercadería, paga bien. Te conviene. Más rápido, más guita y más libertad que el
furbito.
Por
un segundo el sol le pegó en los ojos. Fue. A la tarde al volver, Estela de la
tercera casilla que lo miraba siempre desde la puerta, le sonrió.
Segunda
bola.
Exultante,
casi gritó:
—Vieja,
conseguí laburo: repartidor del Viejo del fondo. ¿Qué tal? Dice que puedo
progresar.
—Limpio,
puntual, cumplidor con lo que te pidan. Así vas a progresar.
Y
otra vez sale ella a su trabajo en una
de las tantas casas donde limpia vidrios, tiende camas, lava ropa, lustra
pisos. No se queja. Con tal de que su hijo le salga bueno y pueda irse de la
villa… A ella le habría gustado que estudiara, pero no es para eso. Ahora se
conforma con que trabaje. Tampoco sabe quién es el Viejo. Trata de no saber. En
cambio le gusta hablar con sus patronas. Contarles, por ejemplo, que su hijo es
buscavidas y no quiere depender de ella.
—El
Javi es un buen chico, jamás me dió un dolor de cabeza —exagera.
Doña
Cata ya anciana, «la quiere como a una hija», y suele darle ropa y cosas en
desuso. Para un cumpleaños hace ya unos
años, le regaló un relicario que no usará jamás; ¿cuándo ponerse eso viviendo
en una villa? Pero lo guarda como prueba
de su valor. Hay alguien en el mundo que la considera tan valiosa como para
tener una alhaja así. Y se la ha dado.
Y
así sigue la vida, «de casa al trabajo y del trabajo a casa» sin preguntas, sin
respuestas. Le parece que el Javi está más delgado y como ensimismado. ¿Se
estará enamorando? Lo ha visto charlando con la Estela. Ella es mayor y mucho
más avispada, pero tal vez lo despierte. El misterioso Viejo del corredor del
fondo sí le da mala espina. Mejor no pensar.
La
primera ganancia fue, por supuesto, para pilchas nuevas. El Viejo le dió una moto robada y una mochila de doble
fondo para llevar la mercadería a los clientes que no quieren que los vean
entrar a la villa; menos aún ir al corredor del fondo.
Estela,
siempre con un brillo raro en los ojos,
es cada día más amigable. Una tarde pregunta:
—¿Sabés
qué repartís?
—Hmmm.
No pregunto.
Estela
ríe. Parece que se burla.
—Fijate,
por ahí podrías traer algo para el sábado. Es mi cumpleaños, —dice con picardía.
Un
relámpago lo deslumbra y lo deja clavado en tierra. Estela lo está invitando y
él muere por demostrarle que es todo un
hombre.
Sí,
ha comprendido el extraño brillo de sus
ojos, ha entendido perfectamente el pedido, pero qué más, qué más. Para una mujer como esa
todo es poco.
En
pocos días la moto ruge a velocidades tan peligrosas como sus pensamientos. Se
revuelve en infinitas contradicciones entre Estela y su madre. Por fin rebusca
en bolsillos, bolsos, cajones hasta dar con
el relicario. Recuerda muy bien la
sonrisa de su madre cuando se lo mostró.
Por un instante siente algo como un cuchillito en el pecho. Aparecen los ojos
de Estela. En lugar del cuchillito hay una exaltación: ahora sabe qué hacer.
Con un alfiler pincha el borde de una bolsita, deja caer algo del polvo blanco
dentro del relicario, lo cierra y lo envuelve con el papel más vistoso que encuentra
y se prepara para un sábado de gloria.
Estela
ha sonreído al abrir su regalo. A medianoche lo prueba y la sonrisa se
convierte en una mueca, la sacuden convulsiones. Javi desespera, la carga,
grita, pide ayuda y la llevan al hospital entre varios vecinos.
De
pronto la ciudad entera es un grito. De muy
distintos barrios sale gente cargando a
otros que parecen borrachos.
Estela
ha muerto.
Tercera
bola.
La
policía invade el lugar, encuentra la mochila de Javi y el relicario. Lo
detienen. El Viejo ha huido.
En
las noticias de la tarde doña Cata ve a su mucama, «a quien quiere como a una
hija» llorando ante el relicario que sostiene un policía y diciendo, « mi hijo
trabaja para pagarse sus gastos».
Doña
Cata suspira y llama a una amiga. No, el relicario era una bisuteria bastante
buena no más. Se lo había regalado porque le gustaba mucho y ya se sabe cómo es
esta gente, cree que todo lo que brilla es oro.
En
el patio del reformatorio, Javi ve acercarse a un muchacho mayor.
—¿Sabés
cómo son las cosas acá?
Nueva carambola.