Llega siguiendo a Mrs. Bruno. Le falta atar cabos, pero huele varios rastros interesantes en esta nueva historia de la familia que es casi la suya. Sonríe.
Gerard es perspicaz y de una infinita paciencia. Nunca da por cerrada una investigación hasta la última prueba. Después del asesinato de Mr. Samuel Bruno, no puede dejar de vigilar a su viuda. La considera ninfómana, muy codiciosa y está seguro de que no hará largos duelos. Ella por su parte, lo desprecia. Durante el funeral de su marido, le ha hecho saber que no lo cree un detective sino un espía, invitándolo que se retire.
No está en sus planes dejar de seguirle los pasos. Dos señores extranjeros que hablan español latinoamericano, compatriotas para más datos, la visitan con frecuencia pero no se cruzan jamás, ni parecen conocerse. Esa es la primera mentira. Tienen negocios en común. ¿Lo sabrá la señora?
Los ubica sentados en una mesa algo apartada en el lobby de un famoso hotel de Nueva York, donde espera a Phil. Parecen discutir con cierta tranquilidad al principio, y luego cada vez más acaloradamente. Ninguno de los dos llega a los sesenta años, aunque uno de mirada más bien fría, tiene el cabello muy blanco. El otro, de gestos más vivos, viste con más formalidad y no disimula su impaciencia.
—¿Qué miras? —pregunta Phil, al llegar.
—¿Los conoces? —retruca Gerard, haciendo apenas un gesto con el mentón.
—El de traje oscuro es funcionario de un país sudamericano, seguramente en visita interesada. Debe estar negociando algún préstamo o algo por el estilo. El otro, no estoy seguro. Viene más seguido, tiene fama de mujeriego pero en general está con empresarios o comerciantes. ¿Por qué te interesan?
Antes de que Gerard pueda contestar, el de traje oscuro identificado como funcionario, se levanta indignado, dice algo en voz alta, y se retira. El empresario se queda un momento más dispuesto a pagar la cuenta. Esboza una sonrisa socarrona.
No vuelve a ver al funcionario. El canoso visita a la mujer dos veces más. Pero él no los borra de su mente. Sabe que hay algo más. Ella comienza a salir con frecuencia del brazo de un joven de unos treinta años que le envía flores a diario.
Periódicos, colegas, chismes, y encuentra los datos que busca. Son argentinos. El funcionario aparece en una foto en la sección política, algo más atrás ¿quién?, pues el nuevo caballero de Mrs. Bruno.
Un día el mayordomo desliza que la señora se va a Sudamérica.
«¡Y aquí estamos!», se dice mientras desarma un bolso de viaje en la habitación de un hotel más bien modesto en una pequeña ciudad del interior rodeada de estancias. No elige el Gran Hotel, seguro de que la señora va a parar allí. Pero aún no entiende qué hace Elsie Bruno en ese lugar.
Pide todos los diarios del día. El funcionario aparece en una foto en el Parlamento. Reconoce esos ojos saltones y el gesto entre excitado y furioso de sus brazos. Al costado, una foto más pequeña del empresario. Al parecer lo acusan de negocios sucios, y hasta de narcotráfico.
Con aire de turista curioso, se acerca a la conserjería y pregunta. El empresario es de la región, tiene la mejor casa de la ciudad y una estancia espléndida a pocos kilómetros. Aquí se lo conoce por su afición a las mujeres. No saben más.
Como quien mastica un puro, Gerard murmura, «interesante, muy interesante». Y se retira. Por un momento cree haber resuelto el enigma del viaje de la señora. Pero no, no hay que apresurarse. Nada nunca es lo que parece.
A la tarde, el lobby del Gran Hotel hierve. Gente que habla en voz alta, policías, desorden y un conserje que no sabe cómo tranquilizar a los viajeros. Al parecer, en plena siesta sin importar el calor, la esposa del empresario se ha abalanzado a la habitación de Elsie Bruno a los alaridos:
—¡Puta, sinvergüenza, ladrona!
La señora, ha salido de la habitación y entre las dos han representado una escena con tirones de pelo e intentos de arrancarse aros y collares. Luego, la esposa se ha retirado airada, mientras Elsie volvía a su encierro.
Apartado, con un libro entre las manos, muy concentrado, Gerard descubre al joven amigo de la señora.
«Ah, claro, te marchas esta noche con tu protector», piensa y se apresura. Acaso el epílogo ocurra en Buenos Aires.
El único pasaje que consigue es en tren. Tendrá unas horas para tejer su tela.
Ve subir una mujer joven con un niño de unos cuatro años y una jaula con un gato. Luce cansada, inquieta. Acomoda al niño en sus faldas, y coloca la jaula en el asiento a su lado. Gerard dormita. Su vecina también.
De pronto, gritos desesperados lo despiertan. El niño ha desaparecido, el guarda corre, la mujer lo sigue, pero la cartera se le engancha en la puerta de la jaula. Tironea y corre sin mirar. Aprovecha el gato para meterse entre los pies de todos. El guarda alcanza al hombre que lleva al niño clamando:
—¡Es mi hijo!, ¡es mi hijo! —y ¡zas!, salta el gato y lo hace caer a arañazos.
Detienen al hombre en la estación donde un canillita repite:
—¡Suicidio en la estancia! ¡Empresario muerto!
Gerard comprende al fin: Elsie Bruno fue el gato. Ganó el funcionario. Por ahora.