―¿Y ahora, quién me protegerá? ―Boy, nunca tuvo otro nombre, levanta
sus ojos buscando los del hombre que lo encuentra solo en la calle.
La piel, los
rulos, el castaño oscuro de sus ojos
señalan una herencia africana. Uno de sus brazos es visiblemente más
corto que el otro. Viste pobremente y está muy desabrigado para la noche de
Dublin.
El hombre,
que pasea un perro, se saca el abrigo para protegerlo.
―Vamos a la policía.
―No, por favor señor, no. Si me lleva a la policía, me devuelven
al convento de la lavandería de las Magdalenas, y las monjas me van a castigar.
El hombre se
conmueve y resuelve llevarlo a tomar algo caliente.
Dan la
vuelta al paredón de piedra del convento, y al pasar por el jardín de la parte
posterior, ante una parte amplia de tierra apisonada y sin cultivar, Boy se
echa a llorar.
―Allí pusieron a mi mamá esta mañana, yo lo vi, señor.
El hombre
cambia de dirección con el niño de la mano y silba a su perro,
―¡A casa Willy! ―y luego le habla a Boy,
―En casa también hay un gato. Se llama León. Ahí estaremos tranquilos para hablar.
El niño es
menudo y muy delgado con una mirada
muy atenta. No sabe cuántos años tiene. Habla con fluidez, pero el hombre no le
da más de cinco años. «A lo sumo seis», piensa.
―¿Y a usted también tengo que ayudarlo con los pantalones
como a Monseñor?
El hombre se
queda helado. Una piedra formada de compasión y horror se instala en su pecho.
―No tienes que hacerme nada. Ni a mí, ni a nadie. Nunca más. Sí
tienes que contarme todo lo que puedas,
para ver cómo podemos ayudarte.
―Hay otras señoras con hijos, pero los otros son blanquitos y
lo señores que vienen a buscar chicos se los llevan en seguida. A mí no me
quieren porque las monjas dicen que soy negro como hijo del diablo.
―Y el brazo, ¿cómo te lo lastimaste?
―No sé, señor. Mi mamá le contó a Mary que cuando nací alguien
tiró mal del brazo y nadie lo curó después. Ahora las monjas me hacen llevar
baldes para limpiar escaleras con este brazo. Dicen que así se va a estirar,
pero a mí me duele mucho.
―¿Qué otras cosas haces?
―Limpiar baños y ayudar en la cocina.
Y cuando viene Monseñor, me mandan a ayudarlo.
―¿Qué pasó con tu mamá?
Boy llora sin consuelo. León se
acomoda en su pecho dándole calor. Entre hipos y sollozos cuenta:
―No podía salir de la cama. Decía «ay, ay,
ay», «ay, ay, ay» y las monjas creían que no se levantaba para no trabajar. Le
pegaron y la obligaron pero se cayó al
suelo y quedó toda dura. La llevaron a ese terreno que le mostré, ahí
había otras señoras que no se pudieron levantar. Yo las vi.
―Me dio mucho miedo y fui a esconderme
al cuarto de castigo que está arriba de todo. El cuarto estaba
vacío. Me quedé pegado a la puerta por si la superiora me buscaba y la abría.
Así quedaba tapado. A la hora de rezar en la capilla, me escapé por donde sacan la basura y corrí por la huerta
hasta un hueco que hicieron los ratones en el cerco. Sabía que si rezaban como
siempre me daban tiempo, pero la superiora es muy mala y si quería buscarme,
iba a ir ella. No quiero volver. No quiero ir a casas de chicos sin mamás.
El hombre piensa un rato.
El hombre piensa un rato.
―Por unos días vas a ir a casa de mi
madre en el campo. Te llevo con Willy y León para que tengas con quien jugar. Tengo que hacer una denuncia. Después veremos. No te preocupes, yo te protegeré.
*
(La ficticia historia de Boy es un reflejo de lo que pasaba en las
Lavanderías de las Magdalenas entre los siglos XVIII y XX, hasta una denuncia
en 1956. En 1993 el estado irlandés
encontró en un convento de Dublin una fosa común con 155 cadáveres de mujeres
sin identificar. Recluidas por “impuras”,
por ser madres solteras, o por considerárselas dementes por su rebeldía.
Trabajaban seis días a la semana, no podían hablar entre ellas en privado, sus
hijos eran dados en adopción, sufrían maltratos y abusos. Lavaban la ropa de
hoteles, hospitales y particulares de la ciudad. Las ganancias eran para el
convento. El estado se hizo cargo. La Iglesia jamás se disculpó).