Este año, el primer viento de primavera ha dejado un colchón cerrado de hojas secas sobre todo el jardín. Está tan parejo y los distintos tonos marrón rojizo, negruzco, amarillento hacen dibujos tan sugerentes y bellos que más que rastrillar y limpiar, y dejar el terreno preparado para un pasto fresco, verde, me dan ganas de pintarlo.
¿El colchón donde se recostará la vejez? Sí, en cierto modo esa es la imagen. Pero el recuerdo es el sonido de las hojas secas al quebrarse bajo los pies de una niña que corre y grita entusiasmada por el primer cielo azul, por el aire que la empuja y llena de alegría la vitalidad que la desborda. La niña que fui.
Suspiro resignada. Siempre suspiro ante las obligaciones cotidianas que me llevan a deshacer lo bello en pro de lo práctico.
No, me corrijo: suspiro siempre. En casa me llaman “la suspirosa”, porque es lo primero que hago después de abrir los ojos, cuando veo las noticias que hablan de un mundo en llamas ante el que no queremos rendirnos, pero no sabemos cambiar. ¿Qué haríamos si lo hiciéramos nuestro, sin los otros? Desconozco el origen de mi hábito, pero sé que cuando lo registré como característica propia, me di cuenta de que pertenezco al aire tanto como él me pertenece. Cuando aspiro, es mío en mis pulmones, así como cuando lo suelto y lo doy, pertenezco a todo el aire exterior.
Empiezo a limpiar. Alrededor de los troncos de los árboles, bajo las hojas secas hibernan todavía cientos de caracoles. Levanto uno que empieza a abrir la capa protectora que tejió. Va asomando como si se desperezara.
“Caracol, col, col,
Saca tus cuernos al
sol”
cantaba mi madre cuando yo era bebé, mostrándome sus antenas mientras lo sostenía en la palma de la mano.
—¡Son plaga! —grita mi hermana que acaba de aparecer en el jardín. Ella cuida las plantas y sus flores y se ocupa con dedicación de una parte del terreno donde cultiva algunas verduras, “su huerta”.
—Lo sé, lo sé… —respondo apenas, mientras le entrego el rastrillo.
Comienza metiendo caracoles en una bolsa para el primo que los salta con ajo y perejil, pero a medida que encuentra más y más , se desespera y grita como si los caracoles quisieran hacerle daño. Se enfurece, los pisa con rabia.
Vuelvo a suspirar. Ítalo Calvino hizo que su Barón Rampante a los doce años trepara a vivir para siempre en las copas de los árboles por no comer los caracoles que había visto hervir vivos a su hermana. En este momento, envidio al Barón.
Rastrillo en mano, frenética, desesperada, se vuelve hacia mí para que responda por ellos. Mi hermana es el dictador. Yo, la revolucionaria que dirige la rebelión de los caracoles. ¿Por qué, si no, han elegido nuestro jardín? Mi permisividad, mi “vivir y dejar vivir” deben ser responsables aunque ella no pueda explicarlo. No me hablará en todo el fin de semana.
A punto estoy de contestar enojada, pero reconozco su entrega y su cuidado por la huerta y las plantas. Soy la única persona presente, y ella tiene buenos motivos para defenderse de la plaga.
Decimos amar la naturaleza y vivimos destruyendo todo lo que no nos gusta de ella. A su vez, Madre-Natura se encarga de diversas maneras de nuestra destrucción.
¿Seremos siempre depredadores?
La dejo en su danza de bruja contra los caracoles, y entro a casa.
Otro suspiro. Este es más hondo.
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