«¿Será
posible? ¡Vieja de mierda! Las dos de la mañana… No, no pienso contestar; si
olvidó las llaves que llame a su amiga», murmura Beltrán semidormido ante el sonido
del teléfono móvil que lo despierta. Pero la vecina del sexto piso que molesta siempre
a las horas de descanso; a quien a diario le pasa un “pudo haber sido una
tragedia”, y nunca retribuye siquiera con una sonrisa, insiste, insiste, insiste.
Beltrán se rinde.
—Las puertas del ascensor no cierran, Beltrán. No voy a subir seis pisos.
—Voy.
« Ni una
disculpa, ni un buenas noches, a veces la mataría». Va hasta la sala de
máquinas y mueve una palanca. El ascensor arranca. Beltrán vuelve a la cama,
pero una rata se cuela por las puertas
tijera trabando la segunda al instante.
La mañana es
de gritos y espanto. Todo el consorcio multiplica teorías sobre lo que pudo
haber pasado. Tampoco Beltrán lo entiende. Le preocupa la posible investigación policial, sin
embargo los viejos resentimientos pueden
con él: «¡Ni muerta va a dejar de joder esta mujer!»
La vecina
del sexto yace en el piso del ascensor con parte de la pierna izquierda trabando
la puerta del aparato.
En el
sótano, la rata disfruta unos granos que cayeron de la cartera abierta.
La vecina
contempla su cuerpo caído con tan poca elegancia y dignidad y aun insegura de
su muerte se dice: «Podría limpiar mejor este hombre… Así, nadie sabrá jamás porqué he
muerto».