EL APRENDIZAJE DE MERLINA —Pero, ¿dónde puse la sal y las
hierbas, por Dios? «Albahaca y Cedrón, Tomillo y Laurel, El Niño se duerme al amanecer»* —Ah, ¡ante mis narices, y no las veía! La madre de Merlina se afana en la cocina y parece
no ver nada de lo que tiene ante los ojos. De pronto reacciona: —¡Merlina,
otra vez! Deja tus jueguitos de magia y tiende la mesa que se hace tarde. Merlina ríe detrás de la puerta de la cocina. Le
basta mirar fijamente cualquier objeto para desaparecerlo de la vista de su madre; y luego decir media
canción para que vuelva a aparecer. En la escuela se aburre y se duerme durante las clases. Dice que en cuanto la maestra toma la tiza, todo lo que escribe en el pizarrón muere. Tanto se han quejado los maestros de sus siestas, y tanto se ha quejado Merlina de sus maestros, que han llegado a un acuerdo: Merlina cumplirá con la escolaridad básica mientras estudia magia e ilusionismo. Su madre la
anima pensando que el día de mañana sus
habilidades innatas le servirán para ganarse la vida. La imagina en un
escenario sacando conejos de una galera,
con un pañuelo que convierte en palomas, o rescatando anillos perdidos
de atrás de la oreja de un espectador desprevenido. Para la niña todo es juego. Dedica la mayor parte
del día a practicar con el perro del vecino haciendo aparecer una pelota que el
perro persigue, pero que desaparece en cuanto el animal está por alcanzarla. Nadie espera
más de una criatura de once años. Este mediodía, Merlina sale a comprar el pan. Al
pasar por la puerta de la iglesia ve una familia de mendigos. Tres niños
desnutridos miran tristes y expectantes.
Merlina cree que les gustaría jugar con ella, que ven el mundo como ella lo ve.
Hace aparecer una mesa llena de manjares. Los niños se abalanzan. Uno toma un
plato con un pollo entero que desaparece en cuanto lo toca. Otro quiere morder
un pastel y se encuentra con un guijarro en la boca. El tercero llora. La miran, y en esas miradas tan lejanas a la risa y al juego sólo hay desilusión, angustia, y un reproche feroz. No puede soportarlo. Corre, corre ciega de llanto, perseguida por los
latigazos de la vergüenza, gritando «ay, ay, ay», doblándose como si fuera a
vomitar. Trepa la sierra hasta tropezar con una piedra y caer sobre ella. Le
parece que un rayo la atraviesa, o acaso sale de
su pecho. No lo sabe. Se desmaya. Está caminando descalza por el barro. Es
agradable, suave, le dan ganas de seguir. De pronto es un pantano. Se hunde. Tiene
que agarrarse de unos juncos y hacer un gran esfuerzo para salir. Está muy
cansada. Busca el tronco de un árbol y se reclina acariciando el pasto. Dormir,
dormir. Es tan bueno dormir… Sin embargo, bajo sus párpados se cruzan luces que
entretejen colores como un gran poncho
sobre el cielo. El esfuerzo por salir del sueño es mucho mayor que el que necesitó para salir
del barro, pero lo consigue. Por el horizonte sube una luna llena. Es un cielo
distinto al de su casa. Al fin brota un alarido largo, doliente, hasta dejarla
sin aire, y luego oye una voz portentosa: «A mí no puedes engañarme». Ahora, la
gran oscuridad. El perro del vecino rasca la puerta y ladra,
ladra. Ella se da cuenta de que se ha dormido frente al televisor. Es tarde,
oscurece. Llama a Merlina. No hay respuesta. La busca. No está en casa. ¿Cómo
es posible que no haya vuelto aún? Busca al vecino. —¿Ha visto a Merlina?
Su perro parece querer jugar. —No.
Creí que estaban juntos como todas las tardes. La mujer corre de una punta a la otra de la calle llamándola. Su desesperación crece con el anochecer. El perro corre sierra arriba. Tras él su dueño, y tras su dueño la madre. Ni bien la encuentra, el perro comienza a lamerle la cara, y con una pata sobre el pecho de la niña trata de darle calor. La bajan en brazos. —Déjela descansar bien abrigada. No la despierte. Está en shock. No sabemos por qué. Tenga paciencia. Tal vez al despertar recuerde, y nos pueda decir qué pasó. No es seguro. Puede olvidarlo todo por años, dice el médico tras comprobar que no hay golpes ni huesos rotos. Son días de silencio. La madre y el vecino se turnan para cuidarla. El
perro no se mueve de su lado. La mujer camina por la casa murmurando: « por
favor despierta, escóndeme la sal, que los cubiertos vuelen y que mi ropa salga
sola del armario y se desparrame por el piso; lo que quieras, pero despierta,
por favor.» Por fin, Merlina abre los ojos. El perro avisa a
los ladridos. La madre deja entrar el sol. —¿Un
poco de sopa? Una mirada viva, luminosa, lo dice todo. Cuando vuelve con la bandeja, Merlina está de pie
ante la ventana. « Ha
crecido», piensa. —No
más magia de mentiras, mami. Terminaremos comiendo aire. Queremos una vida de
veras, ¿no es cierto? Trabajaré para la
magia de la verdad. Y tras unas cucharadas de sopa vuelve su risa
infantil: —Nunca más te desaparecerá la sal. _____________________________________ *De las Canciones de Navidad de Ariel Ramirez
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