Amanece.
Ernestina, después de haber mirado el cielo tratando de descifrar en la luz el
tono del día, sale a ver sus plantas y su quinta. Este año los zapallos y las
acelgas prometen, pero habrá que poner mucha atención a los tomates.
Es menuda,
ya mayor, la carne se hunde entre los tendones de sus manos y anda tan volátil
con sus piernas ligeras como un gorrión carreteando antes de tomar vuelo. Hace
unos días que no se siente muy bien; a veces le parece que se le traba algún
músculo cuando corrige los tutores de las plantas o se agacha a sacar yuyos;
otras, aparece una angustia que se reprocha. Hoy tiene miles de suspiros
atascados en el pecho.
─Habría que
podar el limonero ─ piensa, pero esa ya no puede ser su tarea. Un poco más de
agua a los paraísos y las retamas.
Vuelve a casa a prepararse unos mates pensando
en Silvia, su hija. Seguramente llamará en un rato. Está en esa edad en la que
se va por la vida como por una cinta transportadora infinita que no nos deja
mirar ni a derecha ni a izquierda, tampoco salir de ella hasta llegar al fin de
una jornada de obligaciones.
Silvia se
preocupa por ella, pero no sabe hallar el tiempo para recorrer los cien
kilómetros de autopista que las separan y quedarse dos días.
Ernestina,
claro, se preocupa por Silvia. ¿Tendrá algún amor, pensará en tener hijos, cómo
serán sus amigos? Esas cosas de las madres.
No sabe cómo lograr que venga a
verla sin que su pedido suene a exigencia, reproche o alarma. Suspira.
Destapa la
jaula del jilguero que en seguida
empieza a cantar. Se lo regaló Antonio, su marido, poco antes de morir. –Te
alegrará y te hará compañía ─ le dijo. Y
así fue.
─Buenos días,
Caruso ─ lo saluda. ─Hoy será un
día para poner tu jaula afuera, pero
antes hay que limpiarla.
─Pensar que
casi te pongo Pavarotti, tan chiquito ─
, ríe. Abre la jaula y saca el
recipiente para el agua.
Suena la
campanilla del teléfono.
─Silvia,
hijita, ¿cómo estás?
─Bien viejita linda, ¿y vos?
─ Con un
tiempo precioso. ¿No te animás a venir el fin de semana? Compré la carne que te
gusta.
─Mamá, sabés que no puedo. Estoy en la peor época de trabajo.
─¡Caruso,
Caruso se ha escapado de la jaula!
-Andá. Te
llamo a la tarde.
Ernestina
desespera. Descuelga la jaula y sale desalada mirando a derecha e izquierda, a
los cielos y al pasto.
─ Caruso no
me dejes─, dice entre sollozos sin saber hacia dónde correr.
Respira
hondo. ¿Dónde buscar un pajarito? En el jardín ya no está.
Sale a la
calle. La jaula se sacude en su mano mientras ella sigue corriendo como puede,
llamando a su Caruso. Llega a la plaza
del pueblo, mira entre las ramas de los árboles, huele el aire como una loca.
En un banco
está don José, un viejo jubilado que hace de guardián honorario de la
plaza para ocupar su tiempo. Don José
toma sol con el sombrero a su lado.
Ernestina se sienta a llorar sus desdichas. Don José señala el sombrero. Ella
no quiere entender tan rápido. Necesita llorar un poco.
─ Vamos
doña, no llore. Su jilguerito está bajo el sombrero. Se acercó tan confiado que en seguida lo atrapé.
A ver, ponga la jaula así, ¿ve? La puertita abierta, y ahora…
El jilguero
entra a la jaula como si nada hubiera pasado. Pica el alpiste y vuelve a
cantar.
Ernestina no
sabe cómo agradecer.
─ Venga a almorzar
conmigo─, invita.
─ Vamos.
Cocina la
carne comprada para Silvia, y destapa un vino de los que guardaba Antonio.
Comen, hablan de lo que los acerca por generación. Los achaques, los recuerdos
de infancia, los sucesos y sufrimientos de su época. Se hace el momento de
silencio que siempre llega. Ernestina está a punto de preguntar. En el último
instante se da cuenta de su propia trampa. Preguntaría para poder hablar de
Silvia. No es justo. Sería volver a pesar sobre don José y hoy se trata de
agradecer y escuchar. Al cabo, el día ha sido sólo de ellos. Tarde ya, don José se marcha. Ahora está tan,
tan cansada.
Al caer el
sol, va a tapar nuevamente la jaula
cuando Silvia vuelve a llamar.
─ Y… ¿lo
recuperaste?
─Sí, hijita,
sí. Don José, el guardián de la plaza lo encontró. Lo traje a almorzar. Comimos y conversamos mucho y ahora ya estamos por ir a dormir.
─ ¿Quiénes estamos? ¿Te volviste loca? Salgo para
allá. Esperame despierta.
Silvia no da
tiempo a nada.
Ernestina se
acomoda en su hamaca, mira al jilguero pero habla para sí:
─ ¡Mirá por
dónde un plural mal comprendido ha servido de sombrero!
Cierra los ojos.
Sonríe.
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